El mundo de Menoïch
8º Relato

De nuestras vidas

Aquella terrible noche no hubo más canciones o relatos que narrar, sólo el vacío entre el barranco y la oscuridad de la noche alumbrada por la luna menguante.

Corría el año de nuestro señor de 1067 en las inmediaciones de Al-Qasr. El gobernante, Jalaf Ibn Rasid, era un ser déspota y cruel que no respetaba ni a su pueblo ni a sus vasallos, reclamando a las doncellas vírgenes para sus propios y oscuros placeres y así, deshonrarlas de por vida. Malo era enfrentarse a él, pero peor era el pecado de estar enamorada de un soldado de su guardia; que decir de ser el musulmán y yo cristiana. Tal vez ese era nuestro castigo de cara a Dios por nuestro atrevimiento, pero ¿Qué Dios? ¿Cuál de ellos? ¿Los dos… el mismo? Las miradas estaban llenas de odio, las lenguas afiladas y envenenadas. Fuera de mi casa me hallé en el desamparo de la noche mas él me recogió en su regazo. De escondidas nos veíamos, de hurtadillas nos besábamos y alojada en el barranco yo malvivía soñando una vida negada.

Cuando la señal de la traición, necesaria en aquel lugar, asomó por la ventana la cabeza mutilada de Jalaf Ibn Rasid cuya joven había decapitado con su propia espada. Los cristianos atacaron con fiereza y odio acumulado por lo mucho que se hizo en el pasado; de nada varían las palabras, nada se pudo hacer. Los soldados que quedaron, antes de deshonrados o torturados, arrojados al barranco al anochecer con sus caballos… y yo junto a mi amado volé en su regazo, preparados a nuestro destino cruel. Mejor morir en el momento que vivir en el martirio, mejor ser libre y tener que perecer… sin ni siquiera el consuelo de ver a Dios al otro lado, al menos la muerte unidos nos ha atado.

En algún lugar del río Vero, Alquézar, día de la reconquista del castillo por Sancho Ramírez, hijo de Ramiro I y primer rey de Aragón.

En algún lugar del río Vero, Alquézar, día de la reconquista del castillo por Sancho Ramírez, hijo de Ramiro I y primer rey de Aragón.
7º relato

Lo que piensen los demás

Nuc se despertó con el sol bañando su cuarto. La tranquilidad del momento fue momentánea, sabedora que hoy había instituto, lugar que detestaba a la par que amaba ya que en ella estaba su pasión: los libros; no obstante, sus compañeras de clase la encajaban en el grupo de los freak o bichos raros. No era de extrañar, no se sentía atraída por ir a discotecas o reuniones para poner verde a tal o cual guarra mientras se pintaban las uñas: ¡se podía ser más gilipollas!


Ella por su lado tenía a sus amigos; sí, un grupo de bichos raros con quién compartía su afición a la lectura y a los juegos de rol que no pertenecían al mundano redil. Le encantaba el mundo de H.P. Lovecraft y, de manera directa, todo lo relacionado con el ocultismo y las artes mágicas. Ellos le habían enseñado muchas cosas… Algo que no podía aprender de gente corriente. Tal vez por ello se vio abocada a la moda gótica, pero no era muy radical. Odiaba que la encasillaran en uno u otro bando. No entendía la necesidad de formar parte de un grupo para ir en contra de quien piense distinto a ti.


Su padre fue su mentor o por lo menos eso le gustaba pensar. Aprendía escuchando relatos y anécdotas de aquellos tiempos cuando las personas podían hablar y debatir sin importar ser de uno u otro partido. «Había radicalidad, pero no estaba tan envenenada como en estos tiempos», como él solía decir.
Desde que le diagnosticaron el cáncer se volvió más alegre, jovial y atento. Decía que el tiempo era lo más preciado que tenemos, más que el dinero y la fama, ya que al irse nunca más volvía a nosotros. La única recompensa positiva que se obtenía de las malas experiencias es que no debían repetirse.


Nuc recordaba a su padre siempre: mientras desayunaba, mientras se lavaba los dientes y de camino al instituto. Hacía menos de un año que se había ido, pero no le echaba de menos, ya que sentía su presencia en todo momento.


Cerca de la entrada al instituto se cruzó con Brul, un abusón que descargaba su frustración con cualquiera, salvo contra ella, y más cuando le partió la nariz al intentar sobrepasarse. Por ello Nuc fue expulsada un mes y él se ganó dos puntos de sutura en el labio y el tabique desviado de por vida.


— ¡Hola Nuc! — la voz pertenecía a Clan, una joven con gafas de pasta y sonrisa tímida. Pertenecía al grupo de los freaks y eran inseparables.


Nuc sonrió y emprendieron juntas el camino a clase. Clan no paraba de hablar: de las nuevas series de anime que se iban a estrenar, de la partida de este sábado a la Llamada de Cthulhu… Se le veía entusiasmada y feliz de tenerla como amiga. En verdad el contraste entre ellas era abismal. Nuc media un palmo más y era una de las más altas de clase, más que muchos chicos. Vestía con pantalones tejanos elásticos y a su cintura colgaba una cadena larga donde amarraba las llaves; portaba una chaqueta de cuero barata con un gran parche de una pastilla de color rojo y azul, idéntica a que llevaba Kaneda en la película Akira. Su pelo era moreno y corto, rasurado por los dos lados, dejando el pelo largo que caía en cascada por su espalda y por la frente asomaba un pequeño flequillo color rojo caoba.


Al cruzar frente al servicio de muchachos percibió algo: una sensación que le obligaba a volverse. Apretó la mandíbula y respiró tranquila intentando que el corazón volviera a su ritmo normal. Ella sabía que aquello ocurría cuando ellos la reclamaban y ella no podía hacer caso omiso a la Llamada.


Dirigió una mirada a Clan que la observaba sin pestañear sabedora de que algo no iba bien y que debía mantenerse al margen. Poco a poco Nuc se aproximó a la puerta entre abierta. De su interior surgían voces apagadas y un lastimero llanto que no cesaba de su lento compás. Abrió la puerta con cuidado y vio el espectáculo: dos chicos tenían agarrado a un tercero que se debatía en poder respirar, aprisionado la garganta por un cuarto individuo tristemente conocido en el instituto. Le llamaban Aodel, un chico problemático, déspota y autoritario. En su mano diestra portaba una navaja automática que hábilmente siempre ocultaba mas en ese instante la mostraba con orgullo frente al pobre muchacho. Al darse cuenta de la presencia de Nuc la miró de reojo sin cambiar la posición:


— Vaya, la rarita…


Los dos compinches que mantenían retenido al chaval redujeron la presión con los ojos como platos.


— Aodel tío, nos abrimos… Esta pava es muy rara y…


— No seáis cagaos, sólo es una mujercita que se equivocó de servicio y no sabe que el de chicas está justo al lado.


Nuc se mantuvo tranquila, con el gesto sereno y sus ojos negros fijos en Aodel. Los otros dos, llevados por la prudencia o tal vez el miedo, soltaron al rehén y salieron «por patas» sin darle la espalda a la chica.


— Putos cobardes — exclamó Aodel al tiempo que reducía la presión en el cuello de su víctima—. No se puede confirmar en nadie…


La hoja de la navaja describió un zigzag cuyo destino era el vientre de Nuc. El arma se detuvo apenas dos centímetros de su objetivo. Aodel tenía la mano paralizada por una extraña fuerza que le impedía herir a la muchacha. Para su espanto vio la silueta de un ente reflejada en el espejo de lavabo y ésta sonreía en un rostro cadavérico.


— ¡Maldita niña muda! ¡Muere! — chilló con todas sus fuerzas en un vano intento de liberarse del yugo espectral.


El cuerpo inconsciente de Aodel cayó a plomo entre terribles convulsiones, perdiendo el conocimiento mientras que el otro chico gritó de puro terror al ver la espectral forma del ser que se había materializado frente a él. Poco después el ente se desvaneció como si nunca hubiera existido.


La directora entró al igual que dos profesores que oyeron el grito. No daban crédito a lo ocurrido y poco se comentó después. La ambulancia se llevó a Aodel visiblemente afectado por unos temblores que los sanitarios no sabían a que atribuir. El chico que habían retenido tuvo que ser atendido y puesto bajo vigilancia psiquiátrica debido a las alucinaciones que vio, atribuidas, según los médicos, al shock traumático al intentar robarle. Nuc fue expulsada y conducida fuera del recinto ante todo el alumnado. Sólo un pequeño grupo le saludo en la distancia, sus queridos amigos, todos ellos igual de espectrales que las entidades que sólo ella podía ver.

6º relato

Para alguien como él poco importaba las fechas, los horarios ni mucho menos un reloj que le marqué las horas. Sabía que venían fiestas y no era por preguntar a nadie: las luces del centro estaban adornadas con luces multicolor, barriadas enteras volcadas en ser la mejor galardonada y se respiraba aquella sensación de artificial felicidad que sólo podía dar la navidad.

Lo que otros podían decirle o qué pensarán no le quitaba el sueño: un sin techo, un vagabundo… Un don nadie. Él se consideraba un trotamundos, un soñador o un idealista que llevó hasta el final sus convicciones o ideas. ¿Cómo podía vivir como el resto después de donde había militado? Años ha quedaron en su memoria cuando se manifestaba por lo justo, lo de todos… su tribu; con acciones tales que de contarlas o de haberle pillado infraganti estaría entre rejas sin ninguna duda.

Otros «de su gremio» le llamaban tomahawk por su descendencia india, aunque pocos quedaban ya y los que vivían consumían su tiempo en alcohol o en casinos para el hombre blanco.

Era considerado un líder entre los desvelados. Siempre que podía ayudaba, compartiendo lo poco que tenía o lo mucho que sabía. Nunca le gustó dar consejos, ya que la gente entiende mal el concepto y cree que debe hacer aquello que les dices. Para decir la verdad justamente puede ser lo contrario: los consejos te ayudan a determinar lo que tú realmente quieres hacer, no hacer lo que otros te dicen que hagas. Es como los manuales de autoayuda: algunos funcionan, sobre todo para el que los ha escrito.

Caminaba como siempre entre los bulevares de la 5ª avenida cuando una voz le llamó y no fue por ningún otro mote que le conocía:

— Enola, hace mucho que caminas, pero no huyes; atesoras sabiduría, pero no tienes riquezas materiales. ¿Cuánto más durará tu camino?

Se giró hacia aquel que conocía su verdadero nombre y para su sorpresa vio, al lado de un destartalado cubo de basuras, a un zorro blanco como la nieve. Era más que imposible que un animal así hubiera llegado por su propio pie a aquel lugar, pero así lo atestiguaban sus ojos.

— Camino rumbo a mi destino; atesoro experiencia para ganarme el pan y no robar lo que no es mío —recitó encaminándose hacia el animal—; y viviré lo que dure mi camino, como como la oruga muere para dar vida a la mariposa.

El zorro lanzó un extraño grito agudo. Se sacudió la cabeza y alzándose sobre sus patas trepó sobre la tapa del container.

— Me alegro de haberte encontrado. Cómo seguro que estás pensando yo ahora mismo no estoy aquí. ¿Sabes a lo que me refiero?

Asintió en silencio. Había oído multitud de historias sobre apariciones en su tribu; como un ser luminoso, mayoritariamente un animal o tótem, se aparecía cuando llegaba el momento adecuado o bien para realizar alguna clase de revelación. Muchos de los eventos que se atribuían a vírgenes o santos no era más que la interpretación con el prisma de una determinada fe sobre la realidad de estas entidades; si bien la explicación de las mismas estaba fuera de cualquier lógica o razón…, Pero allí estaban.

— Debes volver a la tierra. Allá hay algo que harás. No demores y ve en pos de tu destino.

Y así, sin más, el pequeño zorro albino saltó mas no llegó a tocar suelo, fundiéndose en una espiral de hojas y papeles que se alejaron volando cual minúsculo tornado.

Enola se colocó el sombrero, sacudió su vieja y roída gabardina, y emprendió camino rumbo al Oeste.

Para alguien como él poco importaba las fechas, los horarios ni mucho menos un reloj que le marqué las horas.
Antique illustration of stick and bag
5º relato

Para caer en el olvido

Espero que os guste o por lo menos os entretenga. Puede que el relato de hoy sea crudo, pero así es la vida o, por lo menos, para algunos de nuestros protagonistas. Y yo me pregunto: ¿Nuestras creaciones literarias nos echarán en cara, puede que, en otra vida, su buena o mala estrella?

Esa extraña sensación de libertad segundos antes de que tu cuerpo se tope contra el suelo…

Fue un día como cualquier otro: monótono, aburrido y lleno de problemas. Ser corredor de seguros es un trabajo difícil y muy mal pagado, pero es lo mejor que se puede conseguir en estos horribles años veinte. Mucha gente está en paro, después del final de lo que los periódicos sensacionalistas llaman la primera guerra mundial, cuesta más ganarse el pan. Para colmo casi muero aplastado al caer cerca de mí un hombre, o por lo menos algo muy parecido antes de estamparse contra el suelo; es muy común últimamente.

Con el susto en el cuerpo, temblando y ya por el segundo pitillo consumiéndose en mis labios, llegué al bar charles donde nos reunimos todos tras una dura jornada. En una esquina de local, lejos de miradas u oídos indiscretos, solíamos contar nuestras anécdotas. El bueno de Sami, estoico a la par de estricto, dejaba sacarnos los zapatos y así poder descansar los doloridos pies tras patear Manhattan de un lado al otro. Puta isla de mierda. A qué loco se le ocurre construir una gran urbe aquí.

Me quito el calzado y depósito la planta de los pies en el suelo bajo la mesa. Siento el placer del frío suelo a través de mis calcetines y el pronto alivio llega a mi cuerpo y alma olvidando por un momento las penurias pasadas.

—Le colé un seguro y para postre me acosté con su mujer—. Exclamó Clarence, un veterano del sector con tantos años de experiencia como fanfarronería.

—Eres un fantasma — añadió James, más borracho que de costumbre, de hecho, empezaba a primera hora con la bebida y no paraba hasta bien entrada la noche. Su hígado debía de pertenecer a alguna clase de ente paranormal que se nutría de alcohol y mantenía a su huésped para no morir; y así en un ciclo sin final hasta que alguno de los dos (o los dos a la vez) estirara la pata. Según nos relató su mujer le había pedido el divorcio.

— La buena de Sara ha tenido demasiada paciencia contigo. Te esperó hasta que volviste vivo de la guerra, pero más borracho que un piojo sureño. Francamente no te culpo, para soportar aquello hace falta mucho licor.

Todos los rostros se volvieron a mí, yo continuaba absorto en el placer que me proporcionaba el frío de la superficie, pero el silencio fue suficiente para abrir los ojos y mirar a mi alrededor. Esquivaron mi mirada, eso me puso en alerta; tras años como compañeros sabía que algo no iba bien.

— ¿Qué coño pasa? — se sorprendieron oírme en ese tono, sobre todo Clarence que me conocía más que nadie. Además de amigos éramos inseparables desde la guerra. Con la voz temblorosa relató:

— Jim… Se oyen rumores en el gremio…

¡Mierda! Eso no eran buenas nuevas, pero tal como iba la conversación todo rondaba por el tema familiar y en concreto por la parte fémina.

— ¿Aura? ¡Ni de coña! Nos amamos y todo va sobre ruedas. Los pistones están bien engrasados y antes, hijos de la gran puta, que supongáis de que no doy la talla con mi mujer os advierto que os partiré la mandíbula a quien lo insinúe.

— no, no, para nada amigo, ya lo sé, bueno, lo sabemos — dijo dirigiéndose al resto que asentían con cómico ademán, bajando y subiendo las cabezas, si bien sus ojos decían lo contrario—. Sólo te informo de lo que se oye y… Mira, mañana tómate el día libre, compra un ramo de flores y una buena caja de bombones, lleva a Aura a comer, al cine y eso. Sólo por los viejos tiempos… ¿Lo harás?

Me levanté de golpe, con los puños apretados y la mandíbula tan tensa que parecía que se me iba a partir en dos. Todos sabían de mi mal genio y no se opusieron de que me marchar de esas maneras y menos sin pagar.

Corrí sin parar hacia mi casa. Fue al notar mis pies húmedos cuando me di cuenta de que me había olvidado los zapatos en el bar. ¡Era ridículo! sí es cierto que era tosco en el trato y, puede, que poco cariñoso, pero era un hombre, era «su hombre» y con eso debía de bastar.

Entré sin ni siquiera saludar al conserje que observó atónito como no esperé el ascensor y subí los quince pisos del tirón. Tenía buena forma física y el ejercicio no me cansaba. En la guerra corría más que las balas, eran buenas maestras, eso es lo que me hubiera gustado enseñarles a mis hijos…, cuando los tenga. La mala suerte, —»mi puta mala estrella»—, dije al pasar por la planta treceava. Estoy haciendo el ridículo, seguro… Pero debo cerciorarme personalmente.

Fue antes de llegar a la puerta cuando escuché los gemidos. Mi cuerpo se paralizó un instante para después, casi de cuclillas y en perfecto silencio, sacará mis llaves e intentará abrir la puerta. Me introduje como una comadreja no sin antes agarrar el bate de béisbol, recuerdo de mi niñez y que tenía tras la puerta, por si acaso encontraba malas intenciones que quisieran entrar, y mira tú por dónde ahora quien quiera que fuese estaba dentro de mi morada y follándose a mi mujer.

Tras el salto por el balcón todo importó poco… La sangre, los sesos desperdigados por la pared, el cuerpo de mi querida esposa y su amante aún abrazados y agazapados por el miedo con las cabezas abiertas… Ya poco importaba. Lo que dijeran de mi en las noticias de mañana poco importaba: palabras para caer en el olvido.

Espero que os guste o por lo menos os entretenga. Puede que el relato de hoy sea crudo, pero así es la vida o, por lo menos, para algunos de nuestros protagonistas. Y yo me pregunto: ¿Nuestras creaciones literarias nos echarán en cara, puede que, en otra vida, su buena o mala estrella?
4º relato

Son palabras

Gervasio salió de la consulta de su médico tras un sincero gracias y buenas tardes. No podía reprimir cierta tristeza por aquel joven profesional y sus ojos llorosos tras darle la noticia. Las pruebas no habían salido bien y él lo sabía antes de ir a la consulta, para que engañarse: a sus noventa y siete años poco se podía esperar de positivo, al menos en temas de salud. Cerró la puerta con sumo cuidado, girando la maneta para no hacer ruido. El único eco que llegó fue el de sus propias pisadas al pasar por aquel ambulatorio vacío.

— Que tenga muy buenas tardes, señorita—. Se limitó a decir cuando la señora de la limpieza, una jovencísima chica que cubría su cabeza con un hiyab de color marrón crema, le devolvía el saludo al tiempo que volvía a sus quehaceres. Era increíble como las palabras pueden cambiar la vida de una persona: puedes hacerles reír, llorar, emocionar…; en verdad llevan poder, y aquel que las utiliza se define como persona.

La luz había menguado desde que entró a su ambulatorio; en invierno anochece antes y así se encontró la calle al salir del recinto con el sol ocultándose en la lejanía. Se abrochó la chaqueta gris, se colocó la bufanda para cubrir bien el cuello y ajustó el sombrero de fieltro en su cano cabello.

— ¡Que hermosa es la noche! — dijo en voz alta, y sonrió al ver pasar un grupo de chavales corriendo por su lado.

Ahora ya no había tantos cachorros (como solían decir en su pueblo) por las calles como en otras épocas. Los pequeños habían cambiado sus hábitos a las nuevas tecnologías y sumado al miedo de sus padres por «lo que pueda pasar» había precipitado la caída de los grupos de amigos en parques y bancos del barrio.

«Lo que pueda pasar…» Volvió a la realidad y aquella fatal noticia. Extraño y con cierto alivio se reconfortó en que no temía al destino, ya que era el único que quedaba de su familia. Nunca tuvieron hijos y su mujer había fallecido hace años aquejada de aquella enfermedad degenerativa. Todas las enfermedades son malas, pero otras son las pijoteras e injustamente silenciadas y sufridas por aquellos que están cerca del paciente.

El olor a chocolate caliente le abrió el apetito y por primera vez no le importó ser diabético. Rio para sus adentros y dijo en voz baja, encaminados sus lentos pasos al puesto de churros: ¿Qué es lo peor que me puede ocurrir? ¿Morirme?

Relato
3er relato

Miedo

¿Has tenido miedo en alguna ocasión? Siempre me hacen esa pregunta, y en verdad me revienta que me la haga, señorita. ¡Pues claro que lo he sentido, coño! ¿Acaso tú no? Estoy seguro que sí, todos lo experimentamos. Es un sentimiento más, pero hay muchos niveles de miedo antes de que se desborde en un ataque de pánico.

Cuando estás en el aire, en las entrañas de un C-47, y sientes como los proyectiles de artillería rozan el casco; con ese martilleo de los motores pulsando por volar y no colapsar y caer al vacío de la noche…. Sí, eso sí que es miedo. Pero peor es cuando saltas desde ese cacharro infernal rumbo a la oscuridad: el viento te azota la cara, sientes el olor de la pólvora en el aire, y ves como los fogonazos de tierra intentan derribar a los aviones. En más de una ocasión uno de estos me acompañó en el descenso a pocos metros de mí envuelto en llamas. Una luz entre las tinieblas.

Odio las operaciones nocturnas y aquella fue la peor. Corría el 6 de junio del 44, sobre suelo francés. Teníamos que caer detrás de las líneas alemanas, pero el viento es caprichoso y te deja donde le place, poco importa lo que sientas, creas o a que Dios reces, de hecho, los alemanes y nosotros creíamos en el mismo creador…, irónico, ¿no cree usted?

Cómo le decía, caíamos al vacío mientras que las trazadoras silbaban a nuestro alrededor. Lo mejor venía cuando desplegabas el paracaídas y una de esas malnacidas te perforaba la tela. ¿Qué? ¿Qué mejor eso que no te alcance en el cuerpo? Créame, joven, que no es así. Vi a compañeros caer como flechas precipitándose contra el suelo, quedando una masa deforme de carne y huesos saliendo entre las costuras del uniforme de combate, para segundos después, ¡oh destino cruel!, caer sobre ellos la tela rasgada del paracaídas como mortuorio homenaje póstumo.

En una ocasión me pasó lo mismo, lo del rasgar del paracaídas quiero decir. En esos momentos sientes que el tiempo se detiene, el ensordecedor ruido del aire pasa a segundo plano e impera la supervivencia pura: cortar las cuerdas con el cuchillo, liberarse de la mortal sacudida y desplegar el paracaídas secundario.

Yo lo hice y vive Dios que estuve muy cerca del suelo y de morir. Desplegué a pocos metros antes de tocar tierra. Sólo me partí los calcáneos y la tibia derecha: un pequeño precio que pagar a la muerte para continuar en la partida.

En esa ocasión no pude seguir a mis hermanos y entablar batalla…, pero en la dolorosa oscuridad pude oír los proyectiles pasando sobre mí, los gritos de dolor de los heridos, el sonido de la certera bala al alojarse en un punto vital sin tiempo de maldecir o llamar a la madre querida. En aquella ocasión perdí el conocimiento y tuve horribles y extrañas pesadillas de seres antropomorfos que intentaban alimentarse de mis restos… Y yo no podía huir.

Desperté en un hospital de campaña y ese fue el final de la guerra, al menos para mí. Nunca olvidaré aquella noche y el miedo que me acompaña, como un amante esquivo que aparece en el momento menos oportuno para estampar sus fríos labios contra los míos. Un momento en que la parca me recuerda que pronto vendrá a por mí, aunque, si le soy sincero, en esos momentos, ya no siento miedo.

2º Relato


Huir


—¡Por mucho que corras no podrás huir!
Eso se repetía una y otra vez mientras aceleraba el paso, apretado el bolso al pecho mientras que la sudoración empapaba su blusa.
El callejón, uno como cualquier otro, oscuro, frío y cuya única que luz venía de fluorescentes de clubs nocturnos, se abría ante ella y el abismo. Las luces de neón dibujaban extrañas siluetas en los charcos, pesadillas de figuras antropomorfas que parecían seguirle allá donde ella iba.
Torció la esquina, otra calle larga y vuelta a empezar con el eco amortiguado de los tacones sobre el adoquinado.
Giró otra calle, ¡Bum! Y encontronazo. Su chulo no le dio ninguna oportunidad. Bofetón en la cara y al suelo. El mocasín italiano pisó fuerte su mano, aprisionando a la vez que infringida un dolor agonizante. El suelo húmedo estaba frío, pero más lo estaba su alma. Las lágrimas se derramaban como fuego en aquel rostro marcado como tantas otras veces por cicatrices de pagos retrasados.
— No puedes huir, zorra —dijo sin pasión aquel aristoso aliento—. Ni lo volverás a hacer jamás.
El filo de la navaja rasgó el abrigo dejando al descubierto unos pechos firmes y morenos. La macabra sonrisa de su torturador reflejaba lo poco humano de aquel ser; encantador cuando tenía dinero, vil y cruel cuando no lo había.
El grito se ahogó cuando el puñal atravesó la nuca y salió por la boca. La joven permanecía tumbada, con los ojos abiertos de par en par mientras que la sangre le salpicaba a borbotones. El chulo cayó de bruces con extraños espasmos que agitaba su cuerpo moribundo.
— ¡Clara! Te dije que no huyeras.
La alta y delgada figura de una mujer entrada en años la sobrecogió, pero no de miedo, sino de alegría y gozo. Mia Magreb, conocida como la «madamme», era una vieja veterana de las calles; cariñosa con antiguos clientes y amantes, y despiadada contra aquellos que se atrevían a tocar a sus «niñas», como ella solía decir. Fumaba un puro habano mientras que, por el hueco de la traqueotomía mal cerrada, ascendía el espeso humo hasta los ojos esmeralda.
— Ya te dije, mi niña, que no puedes huir. Debes pararte y luchar. ¡Plantar cara!, aunque sepas que el combate esté perdido —dijo mientras ayudaba a incorporarse a la temblorosa joven.
— Ven, yo rondo por la zona más tranquila, donde hay jóvenes más guapos y dejan mejores propinas. Además, huelen a perfume y te invitan a beber. Deja atrás a ese trozo de carne: que las ratas den buen uso a sus pútridas carnes. Las tuyas, hija mía, aún están firmes y puedes sacar buen partido de ellas, siempre y cuando las trabajes para ti sola, sin compartir dinero con nadie más.
— ¿Cómo encontrar un buen marido? —tartamudeo la joven, sonriendo para pasar el miedo.
— ¿Matrimonio? Sí, por qué no. Pero recuerda que hay matrimonios que terminan bien y, en cambio, otros duran toda la vida.
Las risas llenaron el ambiente al son de un solitario saxo mientras la niebla ocultó sus perfectos contornos. Una noche más para celebrar que estaban vivas y que es mejor luchar en un mundo donde, por muchos callejones que recorras, nunca podrás huir de la vida.

Huir de un oscuro callejón para escapar de un terrible enemigo. Pronto la cacería llega a su fin. No temas: la ayuda esta en camino.
Le femme fatal
Reto 365 Cuentos en 365 días

Me he decidido a empezar una serie de relatos. Lo he titulado: 365 Cuentos. Espero poder llegar y terminar el reto. Se que estas cosas suelen hacerse al empezar un nuevo año, pero creo que la vida es suficientemente corta para empezar tan tarde, así que aquí va el primero titulado: El olvido. Espero y deseo que lo disfrutéis:

1er. relato

Aquella mañana salió temprano, más temprano que de costumbre. No era normal en él madrugar, no desde que… desde hacía mucho tiempo. No recordaba la calle en que nació, menos aún por la que circulaba. Era como un alma errante a la espera de saber quién es o a donde ir; en verdad poco importaba, ya que hacía tiempo que había olvidado quien era. Con suerte, voluntad o designios divinos, sabía caminar o por lo menos eso intentaba, midiendo en más de una ocasión el suelo: golpe, sangrar y volver a levantarse.

Muchas veces se lo llevaron al hospital, no sabe muy bien porqué, pero algo tenía que ver con una medicación que tomaba… ¿La medicación? ¿Se la había tomado aquella mañana…? no recordaba; al igual que no se acordaba del rostro de su mujer o de sus hijos, aunque en algún desliz de su enfermedad reconocía el nombre de algún nieto, pero no cuantos tenía.

Aquellas luces alertaban de que volvía a ocurrir, venían a por él.

– ¿Señor Ruiz? – preguntó aquel amable chico de tez morena y ojos claros. Su uniforme lo delataba: era policía.

– ¿Quién?

– Usted es el señor Alfonso Ruiz, ¿verdad? Su familia lo busca desde hace horas. Salió de su casa y se dejó las llaves puestas en el cerrojo y la puerta de par en par.

– ¿Sí…? –Meditó aquel menudo hombre entrado ya en años y canas, las pocas que le quedaban en su sucia cabeza cubierta de Psoriasis.

– Sí, sus hijos nos alertaron…-añadió el segundo policía- ¡no debe alejarse tanto, hombre! Mira que si vuelve a caer y tenemos que llamar a la ambulancia.

– ¿Y mi mujer?

El joven mudó el gesto cosa que no tranquilizó a aquel venerable anciano. Éste vio como intercambiaba miradas de triste complicidad con su compañero mientras que el primer agente lo rodeaba con su brazo.

– Le acompañamos a su casa…, hace frío y sólo falta que se constipe usted.

– Son muy amables jóvenes. Mi mujer prepara un chocolate muy bueno, espeso y caliente para entrar en calor ¡ahora le digo que lo prepare…! si es que ha llegado de comprar, creo.

Por desgracia aquel chocolate tendría que esperar, ausente de manera indefinida en la vida de la señora Ruiz. El coche patrulla arrancó dejando un extraño y triste vacío en aquella calle otoñal; susurro de las hojas caducas que adornaban las mojadas calles de una ciudad como cualquier otra… una vida como cualquier otra.

Relato