2º Relato


Huir


—¡Por mucho que corras no podrás huir!
Eso se repetía una y otra vez mientras aceleraba el paso, apretado el bolso al pecho mientras que la sudoración empapaba su blusa.
El callejón, uno como cualquier otro, oscuro, frío y cuya única que luz venía de fluorescentes de clubs nocturnos, se abría ante ella y el abismo. Las luces de neón dibujaban extrañas siluetas en los charcos, pesadillas de figuras antropomorfas que parecían seguirle allá donde ella iba.
Torció la esquina, otra calle larga y vuelta a empezar con el eco amortiguado de los tacones sobre el adoquinado.
Giró otra calle, ¡Bum! Y encontronazo. Su chulo no le dio ninguna oportunidad. Bofetón en la cara y al suelo. El mocasín italiano pisó fuerte su mano, aprisionando a la vez que infringida un dolor agonizante. El suelo húmedo estaba frío, pero más lo estaba su alma. Las lágrimas se derramaban como fuego en aquel rostro marcado como tantas otras veces por cicatrices de pagos retrasados.
— No puedes huir, zorra —dijo sin pasión aquel aristoso aliento—. Ni lo volverás a hacer jamás.
El filo de la navaja rasgó el abrigo dejando al descubierto unos pechos firmes y morenos. La macabra sonrisa de su torturador reflejaba lo poco humano de aquel ser; encantador cuando tenía dinero, vil y cruel cuando no lo había.
El grito se ahogó cuando el puñal atravesó la nuca y salió por la boca. La joven permanecía tumbada, con los ojos abiertos de par en par mientras que la sangre le salpicaba a borbotones. El chulo cayó de bruces con extraños espasmos que agitaba su cuerpo moribundo.
— ¡Clara! Te dije que no huyeras.
La alta y delgada figura de una mujer entrada en años la sobrecogió, pero no de miedo, sino de alegría y gozo. Mia Magreb, conocida como la «madamme», era una vieja veterana de las calles; cariñosa con antiguos clientes y amantes, y despiadada contra aquellos que se atrevían a tocar a sus «niñas», como ella solía decir. Fumaba un puro habano mientras que, por el hueco de la traqueotomía mal cerrada, ascendía el espeso humo hasta los ojos esmeralda.
— Ya te dije, mi niña, que no puedes huir. Debes pararte y luchar. ¡Plantar cara!, aunque sepas que el combate esté perdido —dijo mientras ayudaba a incorporarse a la temblorosa joven.
— Ven, yo rondo por la zona más tranquila, donde hay jóvenes más guapos y dejan mejores propinas. Además, huelen a perfume y te invitan a beber. Deja atrás a ese trozo de carne: que las ratas den buen uso a sus pútridas carnes. Las tuyas, hija mía, aún están firmes y puedes sacar buen partido de ellas, siempre y cuando las trabajes para ti sola, sin compartir dinero con nadie más.
— ¿Cómo encontrar un buen marido? —tartamudeo la joven, sonriendo para pasar el miedo.
— ¿Matrimonio? Sí, por qué no. Pero recuerda que hay matrimonios que terminan bien y, en cambio, otros duran toda la vida.
Las risas llenaron el ambiente al son de un solitario saxo mientras la niebla ocultó sus perfectos contornos. Una noche más para celebrar que estaban vivas y que es mejor luchar en un mundo donde, por muchos callejones que recorras, nunca podrás huir de la vida.

Huir de un oscuro callejón para escapar de un terrible enemigo. Pronto la cacería llega a su fin. No temas: la ayuda esta en camino.
Le femme fatal