El mundo de Menoïch
19º relato

El destino

—Jefe, ya hemos llegado. ¿Ha venido a ver algún pariente…? Hace años que no vive ningún piel roja por aquí.

Enola miró de reojo al chófer de aquella ranchera llena de bombonas de gas. Era delgado, bastante más destartalado que el indio; pelo rubio corto y ojos azul cielo, con una gorra roja de alguna importante marca de bebidas dulces. Era justo lo contrario de él, física y puede que psicológicamente también; puede que lo de piel roja estuviera fuera de lugar, pero tampoco creía que lo hacía de manera despectiva, sólo una mala costumbre.

 —¿Está usted seguro que quiere quedarse aquí?

— Sí, no se preocupe y gracias.

Vio como el vehículo continuó ruta por la vieja y polvorienta carretera rumbo Este. Oscurecía en el horizonte augurando que pronto caería sobre él la oscuridad, pero aquel «rostro pálido» tenía razón: no había nada ni nadie a kilómetros a la redonda; no obstante, el instinto le decía que debía continuar rumbo a la gran montaña roja que ya era visible desde allí.

Pasados unos minutos comenzó a sentir desazón y la premonición de que alguien le seguía. Recordó la canción que le enseñó el viejo de la reserva que hizo de padre y madre del pequeño Enola cuando se quedó huérfano. Aquel anciano no tenía nombre, pero todos le llamaba Wakanda y fue un chamán bueno y respetado. La canción era un conjuro para alejar a las antiguas sombras: los Señores de la Noche, tan antiguos como los indios y posteriormente los españoles que allí estuvieron. Algunos afirman que eran las almas de ambos que vagaban de un lado al otro, impuesto algún tipo de promesa por cumplir.

Lentamente comenzó a tararear hasta que las palabras comenzaron a brotar. A ambos lados se dibujaban sombras alargadas que se aproximaban, pero parecían temer los versos de protección, si bien no los recordaba del todo y en alguna ocasión tuvo que volver a empezar el conjuro. En esos momentos las sombras se alargaban hasta él con intención de tocarle, sintiendo el gélido tacto incorpóreo de los que están al otro lado. Pero Enola sabía que el miedo no debe traspasar la barrera del alma, ya que si permites que entre nunca más se volverá a ir; pudriendo todo aquello que toca.

Un leve resplandor estalló a escasos metros entre él y las negras figuras. Las sombras se alargaron por la luz, pero fue un leve instante antes de desaparecer. Allí, justo en frente, estaba el zorro blanco, el mismo que fue en su búsqueda en la lejana ciudad de Philadelphia. El animal le observó con curiosidad, con una cómica mueca en sus blancos labios.

— Llegaste, pensaba que no vendrías.

— Ha sido un viaje largo y complicado. No tengo dinero para comer, menos aún para un transporte.

— Nada, nada, no te quejes tanto. Los tuyos podían ir de un lado para el otro sin necesitar de dinero ni vehículos. Si ahora no puedes es porque has olvidado quién eres.

Enola se dispuso a replicar, pero guardó silencio. En cierta forma tenía razón, pero no sólo era problema de los suyos. Hoy en día pocos eran los que podían sobrevivir en plena naturaleza. De tantas comodidades habían olvidado todo lo que sabían o habían heredado, donde se cazaba para comer o eras una presa en el menú de la vida.

El zorro prosiguió camino a la montaña dando pequeños y gráciles saltos, desapareciendo y reapareciendo a varios metros frente Enola. Éste se colocó el sombrero y le siguió tan de cerca cómo pudo.

El ascenso fue agotador; Enola no estaba en forma. Se había acostumbrado a la vida de ciudad y aunque tenía buen fondo por caminar de un lado al otro, no era rival para las empinadas cuestas de la montaña roja ni para los mágicos poderes del astuto albino.

Arribaron a una pequeña senda que conducía a una grieta natural. El zorro se introdujo en ella sin prisa seguido de cerca por el viajero que resoplaba de cansancio agradeciendo una vía más horizontal.

Dentro había una cálida luz que emanaba de una pequeña hoguera. El zorro se aproximó a ella y ante la atónita mirada de Enola ocurrió la metamorfosis. La transformación fue sutil, casi imperceptible. Del animal surgió una figura humanoide y como abrigo el mismo pelaje blanco que apresuró para cubrir el desnudo cuerpo del anciano. Éste, sentándose cerca del fuego y dirigiéndose al recién llegado dijo:

— Se bienvenido Enola, tu aprendizaje comenzó desde el primer momento en que nos vimos.

Continuamos con el viaje del indio Enola. La llamada debe ser contestada y su maestro está a punto de revelarle el secreto.
6º relato

Para alguien como él poco importaba las fechas, los horarios ni mucho menos un reloj que le marqué las horas. Sabía que venían fiestas y no era por preguntar a nadie: las luces del centro estaban adornadas con luces multicolor, barriadas enteras volcadas en ser la mejor galardonada y se respiraba aquella sensación de artificial felicidad que sólo podía dar la navidad.

Lo que otros podían decirle o qué pensarán no le quitaba el sueño: un sin techo, un vagabundo… Un don nadie. Él se consideraba un trotamundos, un soñador o un idealista que llevó hasta el final sus convicciones o ideas. ¿Cómo podía vivir como el resto después de donde había militado? Años ha quedaron en su memoria cuando se manifestaba por lo justo, lo de todos… su tribu; con acciones tales que de contarlas o de haberle pillado infraganti estaría entre rejas sin ninguna duda.

Otros «de su gremio» le llamaban tomahawk por su descendencia india, aunque pocos quedaban ya y los que vivían consumían su tiempo en alcohol o en casinos para el hombre blanco.

Era considerado un líder entre los desvelados. Siempre que podía ayudaba, compartiendo lo poco que tenía o lo mucho que sabía. Nunca le gustó dar consejos, ya que la gente entiende mal el concepto y cree que debe hacer aquello que les dices. Para decir la verdad justamente puede ser lo contrario: los consejos te ayudan a determinar lo que tú realmente quieres hacer, no hacer lo que otros te dicen que hagas. Es como los manuales de autoayuda: algunos funcionan, sobre todo para el que los ha escrito.

Caminaba como siempre entre los bulevares de la 5ª avenida cuando una voz le llamó y no fue por ningún otro mote que le conocía:

— Enola, hace mucho que caminas, pero no huyes; atesoras sabiduría, pero no tienes riquezas materiales. ¿Cuánto más durará tu camino?

Se giró hacia aquel que conocía su verdadero nombre y para su sorpresa vio, al lado de un destartalado cubo de basuras, a un zorro blanco como la nieve. Era más que imposible que un animal así hubiera llegado por su propio pie a aquel lugar, pero así lo atestiguaban sus ojos.

— Camino rumbo a mi destino; atesoro experiencia para ganarme el pan y no robar lo que no es mío —recitó encaminándose hacia el animal—; y viviré lo que dure mi camino, como como la oruga muere para dar vida a la mariposa.

El zorro lanzó un extraño grito agudo. Se sacudió la cabeza y alzándose sobre sus patas trepó sobre la tapa del container.

— Me alegro de haberte encontrado. Cómo seguro que estás pensando yo ahora mismo no estoy aquí. ¿Sabes a lo que me refiero?

Asintió en silencio. Había oído multitud de historias sobre apariciones en su tribu; como un ser luminoso, mayoritariamente un animal o tótem, se aparecía cuando llegaba el momento adecuado o bien para realizar alguna clase de revelación. Muchos de los eventos que se atribuían a vírgenes o santos no era más que la interpretación con el prisma de una determinada fe sobre la realidad de estas entidades; si bien la explicación de las mismas estaba fuera de cualquier lógica o razón…, Pero allí estaban.

— Debes volver a la tierra. Allá hay algo que harás. No demores y ve en pos de tu destino.

Y así, sin más, el pequeño zorro albino saltó mas no llegó a tocar suelo, fundiéndose en una espiral de hojas y papeles que se alejaron volando cual minúsculo tornado.

Enola se colocó el sombrero, sacudió su vieja y roída gabardina, y emprendió camino rumbo al Oeste.

Para alguien como él poco importaba las fechas, los horarios ni mucho menos un reloj que le marqué las horas.
Antique illustration of stick and bag