4º relato

Son palabras

Gervasio salió de la consulta de su médico tras un sincero gracias y buenas tardes. No podía reprimir cierta tristeza por aquel joven profesional y sus ojos llorosos tras darle la noticia. Las pruebas no habían salido bien y él lo sabía antes de ir a la consulta, para que engañarse: a sus noventa y siete años poco se podía esperar de positivo, al menos en temas de salud. Cerró la puerta con sumo cuidado, girando la maneta para no hacer ruido. El único eco que llegó fue el de sus propias pisadas al pasar por aquel ambulatorio vacío.

— Que tenga muy buenas tardes, señorita—. Se limitó a decir cuando la señora de la limpieza, una jovencísima chica que cubría su cabeza con un hiyab de color marrón crema, le devolvía el saludo al tiempo que volvía a sus quehaceres. Era increíble como las palabras pueden cambiar la vida de una persona: puedes hacerles reír, llorar, emocionar…; en verdad llevan poder, y aquel que las utiliza se define como persona.

La luz había menguado desde que entró a su ambulatorio; en invierno anochece antes y así se encontró la calle al salir del recinto con el sol ocultándose en la lejanía. Se abrochó la chaqueta gris, se colocó la bufanda para cubrir bien el cuello y ajustó el sombrero de fieltro en su cano cabello.

— ¡Que hermosa es la noche! — dijo en voz alta, y sonrió al ver pasar un grupo de chavales corriendo por su lado.

Ahora ya no había tantos cachorros (como solían decir en su pueblo) por las calles como en otras épocas. Los pequeños habían cambiado sus hábitos a las nuevas tecnologías y sumado al miedo de sus padres por «lo que pueda pasar» había precipitado la caída de los grupos de amigos en parques y bancos del barrio.

«Lo que pueda pasar…» Volvió a la realidad y aquella fatal noticia. Extraño y con cierto alivio se reconfortó en que no temía al destino, ya que era el único que quedaba de su familia. Nunca tuvieron hijos y su mujer había fallecido hace años aquejada de aquella enfermedad degenerativa. Todas las enfermedades son malas, pero otras son las pijoteras e injustamente silenciadas y sufridas por aquellos que están cerca del paciente.

El olor a chocolate caliente le abrió el apetito y por primera vez no le importó ser diabético. Rio para sus adentros y dijo en voz baja, encaminados sus lentos pasos al puesto de churros: ¿Qué es lo peor que me puede ocurrir? ¿Morirme?

Relato