14º Relato

Sin Fondo

Desde mi posición veo la botella vacía, sin fondo; tan hondo como la pena y el pesar que arrastra mi corazón cada vez que bebo hasta la extenuación. Poco a poco me incorporo para comprobar al instante que mi precario equilibro me hace medir el suelo por segunda vez. Allí…, allí continúa el casco de Ginebra dando vueltas sobre sí misma en un baile efímero que provoqué al tropezar con ella.

La cabeza me va a estallar. La sensación de vacío es desalentadora. Mi boca sabe a vómito, sangre y tabaco; pastosa hasta el extremo que mi lengua parece una loncha de queso para fundir pegado al paladar.

Vuelvo a intentarlo, me quedo a cuatro patas y aun así es ardua tarea. El suelo se mueve y las náuseas no tardan en llegan, pero ya no queda nada en mi estómago. Los espasmos vuelven mas ahora brotan de mis labios resecos y agrietados pequeños hilos de sangre que se pierden en el vacío.

Ayer salí arreglado, cómo no; ahora parezco un indigente con una camisa que no ha mucho era blanca, mas ahora, está estampada de restos de bebida y de la cena.

— Si mi departamento me viera así… tendría serios problemas, aunque no soy el único que bebe —Me dije con voz queda. Otros en la oficina le dan más a la farlopa, entre los que también me incluyo. En esas reuniones se firman acuerdos millonarios, muchos se cierran en puticlubs de lujo. Son los mejores: buen servicio, discretos y de fiar. Para alguien con familia como yo es algo a agradecer.

La apariencia lo es todo y yo tengo percha y labia, pero ahora no sería capaz ni de leer las instrucciones para abrir un phoskito. Mi glamour queda en entredicho con todo lo que en mi asoma. Y hablando de sacar la nariz: Sara, mi mujer, se ha quedado un buen rato mirándome desde el umbral de la puerta y no ha tenido el detalle de acercarse y taparme: estoy helado. Siento clavados en mi nuca esos gélidos ojos azules… ¡Zorra adicta a los opiáceos! No sé cómo nos aguantamos. Seguimos por nuestro bien común, en lo laboral, quiero decir. Ella es estilista y dirige una importante empresa de modelos de lencería. Suerte que los críos ya son grandes y estudian fuera…

—Tengo que dejar de beber —Pienso, si bien las manos no obedecen mi voluntad. El subconsciente toma la iniciativa sirviéndome una ración doble de bourbon.

Aquella extraña sensación vuelve, la misma desde que era niño. Parece que está en mi cabeza, por detrás y dentro del córtex prefrontal. Está aporreando cada fibra del cerebro apelando a los sentimientos enterrados años ha. Reo en una cárcel de la que no puede escapar; forjada con mi propia avaricia y atroz sed de fortuna. He llegado muy lejos, enterrando cosas como la piedad, la empatía y la misericordia. Me he follado todo lo que he podido e, incluso, lo que no he querido para triunfar. Suerte que el dinero todo lo borra… pero allí está ese pequeño intentando escapar, chillándome que lo deje, que vuelva a casa, que no me haga más daño.

—¡Mañana lo dejo, lo juro! —grito en la soledad de mi comedor. Un escalofrío recorre mi cuerpo al recordar aquel poema que de niño tanto me gustaba y que tan bien plasmó el inmortal Lope de Vega, que rezaba en sus últimas estrofas:

¡Y cuántas, hermosura soberana,

«Mañana le abriremos», respondía,

para lo mismo responder mañana!