26º relato

De ilusión y alegría

Ernesto refunfuñando era un maestro. Nadie en la oficina lo tragaba y a él se la traía al pairo. No sé por qué me tocó a mí ser su amiga invisible o cómo coño se llame eso. Supongo que he pagado la inocentada por ser la nueva, pero debo decir que, en honor a la verdad, fue lo mejor que me ha pasado en la vida…

— «El ogro», ese es su mote — explicó Ot con gesto de entendido—. Su barba es de tipo hípster, dura como el alambre de espino. No es de extrañar que nadie le quiera dar un beso. Se dice que una vez lo intentó una joven que se pinchó con sus púas. Tuvieron que llevarla al hospital por un shock anafiláctico o algo así.

— ¡Eres un fantasma! Sabes bien que no fue así — añadió clara—. Tú lo que quieres es meter miedo a la pobre Tina.

— Sois unos cabrones, de verdad ¿Cómo voy a comprarle algo si no le conozco? — el ánimo de Tina le impedía probar bocado. Ella sería la responsable de regalar algo a Ernesto por el amigo invisible. El sorteo fue al azar, mano inocente y todo eso, pero ella se sintió la víctima desde el minuto uno.

— ¡Ay, no te lo tomes así querida! — reclinó Sandra quitando hierro al asunto—. Tómatelo como un reto… Igual que en el Instagram.

— Puedes hacer de detective como ese de la gorra y la pipa — repuso Ramón. Era conocido por todos que le faltaba media hora en el horno o una papa «Pal» kilo para ser normal; no obstante, era un genio en facturación.

La hora del almuerzo se pasó entre bromas y cháchara, todos reían… todos a excepción de Tina que seguía con el café, ya frío entre las manos.

La jornada en la oficina acabó al mediodía. Aquella noche era nochebuena y todo se dejó listo para terminar antes y salir pitando a comprar lo que faltaba y, seguramente, nadie necesitaba. Tina llevaba el regalo para Ernesto envuelto en papel de regalo de un importante centro comercial, aunque ella dudaba de que le fuera a gustar o bien que tuviera el valor de dárselo en mano.

Preguntó por él en recepción; durante toda la jornada no había coincidido y eso que trabajaban relativamente cerca el uno del otro.

— Hoy Ernesto no está…, espera — la recepcionista era una joven muy simpática y amable, perfecta para su puesto e igual de eficiente para su labor, así como buscar información «clasificada»—. Me han chivado que tiene día personal.

— Vaya… — Tina experimentó un sentimiento de alegría por evitar el mal trago, pero también una extraña sensación de tristeza que no supo definir o achacar. La recepcionista adivinó sus pensamientos y le dijo, dejando escapar una leve risita:

— Si quieres yo sé dónde está.

— No, no me interesa su domicilio, yo sólo…

— No me malinterpretes, tampoco sé dónde vive, pero te contaré un secreto… — con un gesto se aproximó al oído de Tina que escuchó con los ojos como platos la revelación…

¡Niñas y niños, aquí está con vosotros alguien muy querido! ¡Damos un fuerte aplauso a Papá Noel!

Los pequeños del hospital pediátrico gritaron de alegría cuando aquel simpático ser llegó bajando en tirolina por la ventana que daba a la sala. Los padres, madres y sanitarios observaban aquellos momentos mágicos inmortalizados en los teléfonos móviles mientras que Papá Noel repartía los regalos. Tina no podía contener las lágrimas al ver a todos aquellos niños como sonreían al recibir los regalos; muchos de ellos portaban sondas nasogástricas para poder nutrirse. Aquel entrañable espectáculo hizo brotar en el corazón de Tina todo lo bueno y lo mágico, no por aquellas fiestas las que nunca creyó o celebró, sino por la esencia del carácter humano: ilusión, amor, cariño… alegría. «Quien no reía no vivía», cómo solía decir su abuela. ¡Cuánta razón!

Terminado el espectáculo, Papá Noel abandonó la sala entre los besos y abrazos de todos, grandes y pequeños, mas en lugar de salir por la ventana prefirió tomar la puerta como cualquier otro mortal.

— ¡Ya era hora!, creía que tendría que esperarte hasta las próximas navidades.

— ¿Tina? — Ernesto no daba crédito— ¿Quién te ha dicho…?

— Un pajarito.

— ¿Un pajarito? ¡Dirás una pájara! La madre que la parió, ya la engancharé, ya…

Salieron del edificio rumbo a metro. Era cómico ir acompañada de un joven papá Noel, pero ¡Qué más podía pedir!

— Llevo haciendo esto durante años y voy perfeccionando el disfraz. Ahora los niños pueden tirarme de la barba y ahora no se cae —añadió tirando con fuerza. De lo único que se desprendió fue de los polvos blancos que disimulaban el color castaño.

— Debo confesar que estoy sorprendida. En el trabajo se te ve como un ogro.

— No me gusta relacionarme mucho, eso es todo.

— ¿Por qué lo haces? Quiero decir: ¿Tanto te importa?

Ernesto miró de reojo aquel edificio. Era un hospital muy viejo que había conocido tiempos mejores, pero gracias a los recortes en las subvenciones su fachada estaba cubierta de andamios de obras sin previsión de comenzarlas. Volviéndose a Tina respondió:

— Yo fui uno de esos niños cuando tenía cinco años. Me perdí las Navidades y, aun así, siempre había alguien que se disfrazaba y nos traía regalos…, en mi caso eran los reyes magos. Los tiempos han cambiado un poco, pero no la necesidad de sonreír y creer en un futuro mejor. Es duro para los padres verse en esas cuitas. A los míos les costó la salud. Sólo te pido que me guardes el secreto, Tina. Al resto de mortales no les interesa realmente lo que uno es, sino lo que pueden criticar.

La noche caía en la ciudad y dos siluetas se mezclaron con el bullicio.