12º Relato

A la espera de una muerte anunciada

Dedicado de todo corazón a Las historias Las historias de Alfonso Fernández-Pacheco y a mrwolfproblemsolver.

—¡Quietos todo el mundo!

—¡La madre que lo parió, la madre que lo parió! —Emeterio no podía parar de reír. Ese viejo lo había hecho y mira que se lo dijimos: cuando entremos en el banco nada de chorradas, todo como estaba previsto. Pues nada, Saturnino con sus cosas de la época de 28F.

— ¡He dicho que quietos todo el mundo, coño! —el sermón vino aderezado con plomo, para ser exactos de postas del cartucho de 15 que se expandieron alcanzando un plafón de fluorescentes y el aparato del aire acondicionado. Eso sí que nos jodió. ¡Con la calda que caía!

La cosa empezó bien, como habíamos dicho. Algún que otro desmayo del personal y de la respetable clientela: trabajadores y jubilados que depositaban allí su dinero tan dignamente ganado. Recuerdo que una muchacha se desmayó sólo de ver a Gervasio con las cartucheras cruzadas al estilo bandido mejicano, con una boina calada a la frente y un puro Farias corona en una boca desdentada salvo dos paletillas superiores que asomaban por el labio inferior. Cariñosamente le llamábamos “el niño”, pero era el más anciano de los cuatro… Unos noventa y siete años creo recordar. Veterano de Sidi Ifni y legionario de corazón como demostraban sus tatuajes desgastados en el antebrazo, mientras farfullaba:

— Mecagoentupadre, pero vamo o no vamo al lío.

Perdonad que no me haya presentado, mi nombre es Casimiro y soy el que lleva chaqueta de esmoquin, pantalones cortos de pijama y calcetines blancos con rayas rojas. Soy un galán, cómo pueden ver, lástima que yo no haga honor a mi nombre y tenga que portar unas gafas de pasta marrón de los setenta, con lentes de culo de botella de la empresa Indo. Mi oculista cada vez que me ve entrar a la óptica se toma un Valium aderezado con güisqui Dyc, sabiendo de buena gana que la inspección ocular será entretenida. Siempre que entro salgo con cinco dioptrías de más.

Pero volviendo al atraco, una tarde, ya anocheciendo en el hogar del jubilado, y con más vino de Moriles en el cuerpo de lo que pudiéramos soportar, se nos ocurrió una idea, absurda para algunos, genialidad para los presentes; sin olvidar a nuestros camaradas de la tercera edad que nos animaron con frases como: estáis como una chota, no tenéis huevos, lo vuestro es de garrote vil, etc. Hasta hicieron una porra para ver quién era el que salía en la tele. Hasta las del taller de costura nos hicieron los pasamontañas de macramé que olvidamos, por cierto, en el bar del Perico donde almorzamos antes de entrar en el asunto que nos traiga por aquel entonces en plena faena.

—Señorita —me dirigí cortésmente a una chica con gafas de moldura de aluminio, muy caras y modernas, de esas que las llevan la gente que ve bien y que van la moda.

—¿Señorita? —insistí al ver como su posición vertical pasaba a horizontal al poner los ojos en blanco y desmayarse. Para mi asombro no había sido yo el causante de tal atropello. Emeterio estaba a mi lado, asomando la cabeza por encima de mi hombro izquierdo mientras que exaltaba el espeso humo del cigarro liado El Pueblo, pegado a su labio inferior. Era un buen hombre, pero creo que no estaba bien del coco. En sus años mozos fue funambulista en un circo errante y su número de traga sables era su obra “Magna”. Siempre innovaba con nuevos retos hasta que se le ocurrió tragarse un paraguas. Tuvo que operarle de emergencia James el payaso cuando se le abrió el paraguas dentro del cuerpo. Ese fue el final de su carrera.

Saturnino estaba a un par de mesas de nosotros, preguntando a un empleado que tal estaban los tipos de interés, como si de verdad entendiera del asunto. El joven, con quien mantenía la conversación, ensució los pantalones cuando, sin querer, arrimó el doble cañón de la escopeta de caza demasiado cerca de su cabeza a la par que estornudaba. Reventó el poste de anuncios y la vitrina por donde entró la policía, visiblemente nerviosa, haciendo aspavientos y soltando tacos de esos que mejor no repetir.

El juicio estuvo bien: el juez se pellizcaba el puente de la nariz cada vez que leía el acta de cuatrocientas páginas de nuestra declaración. La sala tuvo que ser desalojada en repetidas ocasiones por el público que asistió; entre ellos, familiares, amigos, un movimiento antisistema y la mayoría del geriátrico Los Cuatro Vientos.

La prensa nos apodó como: Los Justicieros de la Tercera Edad. Saturnino nos bautizó como: Atracadores Bribones a Tiempo Completo, cosa que, por una vez, y que no sirva de precedente, le tuve que dar la razón.

Fuera del juzgado fue un espectáculo. Los periodistas querían entrevistarnos e incluso un circo local, sabiendo que Emeterio había sido del gremio, montó una parada con atracciones, puesto de golosinas y hasta trajeron a Claudio, un león del Senegal con más años que nosotros cuatro juntos. Fue fenomenal cuando, después del alboroto del gentío y una mascletá traída de valencia para la ocasión y para celebrar nuestra absolución por problemas mentales o renales (no recuerdo bien), el león Claudio tomó la senda de la libertad escapando por el parque del retiro; creo que aún lo están buscando.

En fin, esta es nuestra historia, pero han de saber que nuestra hazaña ha llenado muchos periódicos e, incluso, hemos revivido un viejo programa de cotilleo que iba a cerrar. En un país como este, tan hastiados de corrupción y depresiva monotonía televisiva, les va de perlas estas buenas nuevas. Hasta nos ofrecieron ir al programa, pero ante la negativa de llevar a «Remigia» la escopeta de Saturnino, hemos rechazado la sustanciosa recompensa y hemos invertido lo poco ganado en nuestro hogar del jubilado que, por primera vez, tiene barra de bar, sala de ocio con juegos de «verdad» y una cola de familiares que creen que el dinero lo van a heredar ellos. Mis cojones treinta y tres, como decíamos en nuestra época. Preferimos quedar a jugar a la brisca o al tute a la espera de una muerte «más» que anunciada.