El mundo de Menoïch
31º relato

En los mismos errores

Hace relativamente poco que escribo. Nunca fui un niño dotado de una gran inteligencia o virtud. Puede que, si hubiera nacido en este tiempo, me habrían diagnosticado un trastorno o déficit de atención. Me doy cuenta cuando hablo o escribo, cuando repito los mismos errores una y otra vez; además de mi problema de dislexia con la “r” y la “l”. Ego decir que intento aprender día a día de dichos errores.

No le echo la culpa a nadie, ya que nadie es culpable de este problema, pero he tenido maestros, auténticos seres de luz que me han sabido guiar: familia, amigos y caminantes de este mundo errante que se han cruzado en mi vida.

Tuve un tutor que me humilló en clase tras escribir un poema. Lo hice con toda mi buena intención, pero nadie lo supo ver así o apreciar. Desde ese día aborrecí la literatura y la poseía, no pudiendo levantarme de semejante embate…, Pero aquí estoy intentando sobreponerme de aquel agravio; tonto para algunos, fatal para mí.

Tuve muy buenos profesores, pero hubo uno en particular que se portó como un cabrón. Por fortuna se rompió la pierna al caer felizmente por las escaleras (juro por Dios que no tuve nada que ver), sustituyéndolo por otra profesora y tutora. Ella sí que me ayudó y mucho. Gracias a sus consejos pude aprobar la EGB tras múltiples y vergonzosos suspensos que eran el pan de cada día.

Mi padre, en paz descanse, era el único que traía el sueldo a casa —como tantos otros de los padres de familia—. Por eso para mí era especialmente difícil exponer mis continuos fracasos ante él y, sobre todo, a mi madre que dirigía las riendas de casa cuando él estaba ausente, que era casi siempre.

Llegó a tal mi miedo al fracaso y a la opinión que mis padres podían tener de mí, que falsifiqué las notas con típex. Una vez, de tanto poner y quitar el parche, se rompieron y decidí esconderlas negando que las había perdido. Fueron momentos muy tensos.

Tras aprobar la EGB me decanté por la FP (formación profesional), y aunque no la acabé tuve experiencias de todo tipo: malas para aprender, y buenas para recordar. Ahí conocí a la que es mi compañera de viaje y con quién sigo el camino de la vida con dos hijos: dos perlas de luz en las tinieblas.

Por aquella época de estudiante también conocí a un grupo de Frikis con quien compartí mis aficiones, fruto de estas fue el libro que escribí: La Leyenda de Menoïch.

Podéis imaginar lo que supone parir un libro con ciertas dificultades; yo, en mi caso, aún no me lo creo.

Siento dar la brasa contando una parte de mi vida, pero así lo quiere la Musa y, por lo que respecta a su divina influencia, le debo más de un favor. Aprenderé de los errores, de hecho, no creo que haya otra manera de aprender.

Gracias a todos, por tanto. Os deseo una buena nochevieja y una mejor entrada en el próximo año.

No suelo hablar de mí y mucho menos escribir de mi vida, pero por alguna razón me vi abocado a ello.
30º relato

Para no caer

Yumbo era uno más de muchos otros que danzaban en una galaxia… no muy lejana. Le encantaba cantar y bailar todo el día, y buena parte de la noche. Le aburría el aburrimiento de los demás: el necesitaba marcha, estar siempre activo.

Hubo un día que Yumbo tuvo una idea de lo más extraña mientras danzaba sobre el lomo de una osa: ¿Y si por bailar me caigo, me hago daño y no puedo bailar jamás? La idea era ridícula, ya que él nunca se podía caer, pero ¿Y si pasaba?

Muchos de sus amigos le dijeron que no pensara esas cosas: «tú, al igual que nosotros, no te puedes caer».

— Sí lo sé —respondía—, pero ¿Y si fuera posible?

Con esta idea pasaba las noches pensando y pensando. Apenas descansaba o danzaba, y tras mucho meditar y poco descansar dejó totalmente la práctica del baile. Y así, un aciago día, dejó de moverse y se apagó. Su vida se vino abajo por una idea, un pensamiento del todo incorrecto, ya que Yumbo era una estrella, y las estrellas no se pueden caer… a no ser que dejen de creer en ellas mismas.

Somos un océano de estrellas en un vasto universo. Nunca dejéis de brillar.

29º relato

Recordando el pasado

Las cenas familiares son un mierda cuando salen los temas de política, pero, además, en España se trata con mayor énfasis, vomitando bilis a gogó por este u otro color.

Eustaquio escuchaba en un rincón cerca de la chimenea cuyo fuego crujía en aquella fría noche de invierno. Aunque le hubiera gustado ver a sus bisnietos no lo hubiera podido de ninguna de las maneras. Su ceguera fue un duro golpe para él como carpintero y persona dada a leer novelas de Estefanía. Pero aquella noche se sintió terriblemente indispuesto al empezar la discusión. Se levantó y peregrinó los escasos metros que le separaban del fuego haciéndose en un rincón donde los pequeños, ajenos a aquellos estériles debates, jugaban tranquilos.

— Eres un facha de mierda ¡Votar a ese partido de asesinos!

— El que fue a hablar. Te recuerdo que los tuyos provocaron un golpe de estado a la República, a ver si te enteras.

— Mira quién fue a hablar: «consejos doy que para mí no tengo…» ¡Fascista!

— ¿Me vas a meter en una «checa»?

Lo curioso de aquella escena es el silencio que se levanta alrededor de los monologuistas. El resto de la mesa aguanta estoicamente con silencio y vergüenza, más o menos al cincuenta por ciento una de otra, acompañada de un mal rato inolvidable: ¡Qué bonitas fiestas!

— Calla, que sabrás tú.

— ¿Y tú? ¡Si ni siquiera has hecho la mili!: Cobarde objetor.

¡Ah, sí!, perdonadme por no hacer las presentaciones. Los dos contrincantes eran primos de parte de padre, nietos del pobre Eustaquio. El anciano tuvo la desgracia de ver como sus dos únicos hijos morían antes que él. No creo que exista nada peor para un padre que esa experiencia.

— El único que ha hecho la guerra es el abuelo. ¡Cuéntanos yayo!, ¿Con quién estás? Tú hiciste la guerra con Franco ¿No?

El anciano levantó el rostro sin percibir más que sombras difusas. Nunca hablaba de aquel período; sólo recordarlo le suponía un dolor que le desgarraba el alma. De repente las sombras se volvieron luz y de los borrosos rostros aparecieron todos aquellos que en su vida partieron antes que él, incluido a muchos de los que murieron en la guerra: hermanos, amigos…

— Hice la guerra con Franco, porque no me dejaron decidir — dijo con voz pausada—. Pero de tener elección no me hubiera ido con ninguno… Cuando estalló la guerra hacía el servicio militar en Ceuta, y los que no lo hacían eran reclutados a la fuerza, independientemente de la edad que tuvieran; arrastrados por uno u otro bando a la muerte. Si no te unirás te fusilaban. Yo he matado a muchos así, en la retaguardia. ¿Sabéis lo que es disparar a alguien que te mira fijamente a los ojos momentos antes de apretar el gatillo? Cuando matas dejas una parte de tu alma allí. Después cavas una zanja y echas a aquellos desdichados de cualquier manera, peor tratados que a los perros.

El comedor se volvió un lugar gélido y silencioso. Sólo los sollozos de Maite, una de sus nueras y madre de uno de los contrincantes, se escuchaban en la soledad.

— Después — continuó colocando una mano sobre la otra, apoyada en el recibo bastón —. Caminas horas y horas sintiendo el olor de la muerte. Por aquel entonces yo veía muy bien, era un buen fusilero, pero prefería mirar al suelo. La vergüenza hunde los hombros y no quieres ver ni oír nada a tu alrededor. Muchas noches — dijo colocando la punta del bastón cerca de su garganta—. Me colocaba el extremo del fusil dentro de la boca y con el dedo gordo del pie, cerca del gatillo, deseando acallar los ruidos de los disparos, los cañones que machacaron Belchite, las orillas del río Ebro…

Sintió una pequeña mano acariciando su cara. Era la pequeña Paula que tocaba aquel duro y arrugado rostro humedecido por las lágrimas.

— ¿Por qué lloras yayo?

— Nada, nada… Estoy cansado y tengo sueño ¿Me acompañas a la cama? Yo no veo y…

— ¡Te acompañamos!

Los niños, ¡qué gran milagro de la vida! Todos sus bisnietos dejaron los juguetes y acompañaron al anciano rumbo a su cuarto, pero antes de retirarse se volvió a los presentes y dijo:

— A vuestros padres no les hubiera gustado esto, así que dejar por un día vuestras diferencias. Ojalá otros hubieran tenido la oportunidad de hablar en lugar de matar… hoy en día tendrían descendencia, cosa que muchos no saben apreciar.

Espero no ofender con este relato, pero si, por algún casual lo hago, creo que el problema que sufrimos en este país es más grave de lo que me temo.

Espero no ofender con este relato, pero si, por algún casual lo hago, creo que el problema que sufrimos en este país es más grave de lo que me temo.
28º relato

Con espíritu inquebrantable

El famoso programa de la cadena televisiva «Ever Lie», pudo contactar con el interesado. Deslizar unos cuantos billetes aquí o allá para hacer llegar un teléfono móvil era tarea fácil, si tenías los contactos adecuados, y así podías ser el primero en contar la historia.

— ¿Señor Orlando? Soy keli kapouski, la directora del programa. Nos han informado de su rebeldía contra la residencia donde vive desde hace cinco años ¿Por qué ahora?

— Hola keli, estoy un poco nervioso… — Orlando hablaba con ansiedad. Nunca imaginó que sucedería aquello, pero ya había aguantado mucho…, demasiado.

— No se preocupe, nos hacemos cargo… ¡Cuénteme! — Keli poseía una voz dulcemente empalagosa, era como comerse un pastel de triple chocolate cubierto de merengue y relleno de dulce de leche. Si alguien sano pasaba por su lado le diagnostican diabetes tipo II.

— Verá, hace cinco años que resido aquí, pero esto ha llegado a un extremo del todo inadmisible. No se confunda conmigo: he sido director de banco durante veinticinco años y nunca en mi vida he parado de trabajar y estudiar. Cuando enfermé me desterré a este lugar junto a mi mujer. Todo lo pintaban muy bonito: que sí los hijos trabajan todo el día, ¿Quién se va hacer cargo de ustedes?, aquí estarán muy bien atendidos: ¡Dos mil quinientos euros cada uno! Menos mal que teníamos una buena paga, sino “los hijos” tendrían que pagar todo este desenfreno; eso o subastar el piso o que se lo quedara el estado. ¡Después de cotizar toda mi puta vida!

— ¡Ay por Dios!, señor Orlando no se ponga así — reconfortó la viperina voz—. Pero siga, ¡siga contando!

— Matilde, mi buena esposa, enfermó y está ingresada en el hospital, pero aun así nos siguen cobrando para “guardar la plaza” ¡Que hijos de puta! — el hombre rompió a llorar. Estaba atrincherado en la sala de reuniones con todo el turno de trabajadores del día anterior y una temblorosa escopeta corredera en su mano zurda. Una lágrima se derramó por su mejilla si bien el ni se percató, así como la nula visión de sus lentes empañadas por el sofoco. Sólo llegaba a sus oídos los llantos de las trabajadoras, casi todas de origen sudamericano, mal pagadas y peor tratadas.

— Señor Orlando ¿Se ha puesto en contacto con la policía?

— Sí, he hablado con un joven muy simpático desde el otro lado de la puerta. Seguro que me está oyendo…, Pero no importa, no puedo seguir así. Este lugar es deprimente, las comidas son insípidas y lo poco que se libra es el personal que está más puteado que yo. ¡Se imagina!

— No se preocupe señor Orlando, seguro que todo irá bien. Yo le garantizo que lo que me está contando saldrá en mi programa: ¡le doy palabra!

— Gracias, gracias, gracias… — la voz del anciano se apagó, cansado y abatido. Llevaba más de veinticuatro horas sin dormir o tomar la medicación. Se sentía tan abatido que poco le importaba lo que pasará con él mismo. El opresivo dolor del pecho que le acompañan hacía horas no cedió. Poco a poco, apoyada su espalda en la pared, fue dejándose caer suavemente mientras que sus ojos se cerraban… Para siempre.

«Última hora sobre el caso el hombre que secuestró una residencia de ancianos. Al parecer el perpetrador del crimen sufría una demencia avanzada. La policía accedió al lugar inmovilizado al sujeto, aunque debido al forcejeo sufrió una parada cardiorrespiratoria. Gracias a la rápida intervención del centro y de los dispositivos de desfibrilación pudieron salvar la vida al hombre. Éste se encuentra en estado crítico en el hospital con pronóstico reservado. La directora del centro ha pedido que los trabajadores no hagan ninguna declaración debido al shock vivido. Ella misma admite que se siente contrariada por lo sucedido. ¿Cómo una persona normal puede llegar a hacer tales acciones? Esta noche les contamos toda la “Verdad” ¡No se lo pierdan!»

Aunque parezca broma, y sea el día de los inocentes, de mentira puede tener bien poco.

Dando poco y quitando mucho. No siempre un regalo te otorga la libertad. Puede que estemos más equivocados que certeros en la vida.
27º relato

Debemos continuar

Ya hace años que comenzó toda esta pesadilla. El virus se filtró en nuestra sociedad, expandiéndose con ansia, devorando todo su paso. Me llamo Manuel un soy el único superviviente, o por lo menos uno de los pocos que continúan en pie y con la cabeza alta.

Cuando salgo a la calle debo andarme con cuidado. Conseguir algo de comida se convierte en tarea ardua. Temo encontrarme con uno de «ellos», un zombie, un caminante, un descerebrado…

Hoy tengo que ir a buscar comida. Por la situación actual no puedo coger el coche y debo ir andando. A no más de diez metros comienzo a verlos. Por ahora no han reparado en mí, siguen su camino. Giro la esquina: ¡Maldición!, Hay demasiados, pero ya no puedo dar la vuelta.

Uno de ellos viene de cara, no puedo esquivarlo… Cuando vienen de frente es como si una fuerza extraña les fuera a…

— Joder, pero ¡¿qué haces viejo de mierda?!, ¡mira por dónde vas!

El joven recoge el móvil del suelo que ha caído al chocar, y vuelve a su rutina zombie como tantos otros a su alrededor con la cabeza pegada a la pantalla sin ver nada más; Imbuidos en otro mundo muy distinto al mío.

Yo por mi parte me levanto sólo, sacudo la ropa y continúo rumbo al supermercado para realizar las compras con la esperanza de no volverme a encontrar a ninguno de ellos… carentes de emociones o cerebro.

26º relato

De ilusión y alegría

Ernesto refunfuñando era un maestro. Nadie en la oficina lo tragaba y a él se la traía al pairo. No sé por qué me tocó a mí ser su amiga invisible o cómo coño se llame eso. Supongo que he pagado la inocentada por ser la nueva, pero debo decir que, en honor a la verdad, fue lo mejor que me ha pasado en la vida…

— «El ogro», ese es su mote — explicó Ot con gesto de entendido—. Su barba es de tipo hípster, dura como el alambre de espino. No es de extrañar que nadie le quiera dar un beso. Se dice que una vez lo intentó una joven que se pinchó con sus púas. Tuvieron que llevarla al hospital por un shock anafiláctico o algo así.

— ¡Eres un fantasma! Sabes bien que no fue así — añadió clara—. Tú lo que quieres es meter miedo a la pobre Tina.

— Sois unos cabrones, de verdad ¿Cómo voy a comprarle algo si no le conozco? — el ánimo de Tina le impedía probar bocado. Ella sería la responsable de regalar algo a Ernesto por el amigo invisible. El sorteo fue al azar, mano inocente y todo eso, pero ella se sintió la víctima desde el minuto uno.

— ¡Ay, no te lo tomes así querida! — reclinó Sandra quitando hierro al asunto—. Tómatelo como un reto… Igual que en el Instagram.

— Puedes hacer de detective como ese de la gorra y la pipa — repuso Ramón. Era conocido por todos que le faltaba media hora en el horno o una papa «Pal» kilo para ser normal; no obstante, era un genio en facturación.

La hora del almuerzo se pasó entre bromas y cháchara, todos reían… todos a excepción de Tina que seguía con el café, ya frío entre las manos.

La jornada en la oficina acabó al mediodía. Aquella noche era nochebuena y todo se dejó listo para terminar antes y salir pitando a comprar lo que faltaba y, seguramente, nadie necesitaba. Tina llevaba el regalo para Ernesto envuelto en papel de regalo de un importante centro comercial, aunque ella dudaba de que le fuera a gustar o bien que tuviera el valor de dárselo en mano.

Preguntó por él en recepción; durante toda la jornada no había coincidido y eso que trabajaban relativamente cerca el uno del otro.

— Hoy Ernesto no está…, espera — la recepcionista era una joven muy simpática y amable, perfecta para su puesto e igual de eficiente para su labor, así como buscar información «clasificada»—. Me han chivado que tiene día personal.

— Vaya… — Tina experimentó un sentimiento de alegría por evitar el mal trago, pero también una extraña sensación de tristeza que no supo definir o achacar. La recepcionista adivinó sus pensamientos y le dijo, dejando escapar una leve risita:

— Si quieres yo sé dónde está.

— No, no me interesa su domicilio, yo sólo…

— No me malinterpretes, tampoco sé dónde vive, pero te contaré un secreto… — con un gesto se aproximó al oído de Tina que escuchó con los ojos como platos la revelación…

¡Niñas y niños, aquí está con vosotros alguien muy querido! ¡Damos un fuerte aplauso a Papá Noel!

Los pequeños del hospital pediátrico gritaron de alegría cuando aquel simpático ser llegó bajando en tirolina por la ventana que daba a la sala. Los padres, madres y sanitarios observaban aquellos momentos mágicos inmortalizados en los teléfonos móviles mientras que Papá Noel repartía los regalos. Tina no podía contener las lágrimas al ver a todos aquellos niños como sonreían al recibir los regalos; muchos de ellos portaban sondas nasogástricas para poder nutrirse. Aquel entrañable espectáculo hizo brotar en el corazón de Tina todo lo bueno y lo mágico, no por aquellas fiestas las que nunca creyó o celebró, sino por la esencia del carácter humano: ilusión, amor, cariño… alegría. «Quien no reía no vivía», cómo solía decir su abuela. ¡Cuánta razón!

Terminado el espectáculo, Papá Noel abandonó la sala entre los besos y abrazos de todos, grandes y pequeños, mas en lugar de salir por la ventana prefirió tomar la puerta como cualquier otro mortal.

— ¡Ya era hora!, creía que tendría que esperarte hasta las próximas navidades.

— ¿Tina? — Ernesto no daba crédito— ¿Quién te ha dicho…?

— Un pajarito.

— ¿Un pajarito? ¡Dirás una pájara! La madre que la parió, ya la engancharé, ya…

Salieron del edificio rumbo a metro. Era cómico ir acompañada de un joven papá Noel, pero ¡Qué más podía pedir!

— Llevo haciendo esto durante años y voy perfeccionando el disfraz. Ahora los niños pueden tirarme de la barba y ahora no se cae —añadió tirando con fuerza. De lo único que se desprendió fue de los polvos blancos que disimulaban el color castaño.

— Debo confesar que estoy sorprendida. En el trabajo se te ve como un ogro.

— No me gusta relacionarme mucho, eso es todo.

— ¿Por qué lo haces? Quiero decir: ¿Tanto te importa?

Ernesto miró de reojo aquel edificio. Era un hospital muy viejo que había conocido tiempos mejores, pero gracias a los recortes en las subvenciones su fachada estaba cubierta de andamios de obras sin previsión de comenzarlas. Volviéndose a Tina respondió:

— Yo fui uno de esos niños cuando tenía cinco años. Me perdí las Navidades y, aun así, siempre había alguien que se disfrazaba y nos traía regalos…, en mi caso eran los reyes magos. Los tiempos han cambiado un poco, pero no la necesidad de sonreír y creer en un futuro mejor. Es duro para los padres verse en esas cuitas. A los míos les costó la salud. Sólo te pido que me guardes el secreto, Tina. Al resto de mortales no les interesa realmente lo que uno es, sino lo que pueden criticar.

La noche caía en la ciudad y dos siluetas se mezclaron con el bullicio.

25º relato

Sólo se nutre…

La luz de la luna llena se filtró entre los tablones… en algún lugar lejano…  en la fría noche.

Un poco más y ya está. Tengo que contenerme o al final me cogerán. La caza la llevo en la sangre y la sangre del enemigo me reconforta.

El sonido de la noche me envuelve, me siento libre. Los lobos me avisan de que llegan; han olido a los perros y a la pólvora que portan sus dueños.

Corro entre la espesa foresta, salpica la nieve en mi negro lomo. Pronto arribaré a la cueva ¡Si llego nunca me podrán atrapar!

El primer proyectil me perfora el tórax, pero mi ritmo no mengua. Acelero con mis perseguidores sin darme tregua y otro disparo me alcanza el rostro. ¡Idiotas! Son balas ordinarias, y aunque de gran calidad, son insuficientes para matarme.

Otro proyectil me alcanza mas para mí dolorosa sorpresa compruebo que es diferente por varios motivos: uno, es un virote, posiblemente de ballesta; y dos, el metal es de plata pura que me quema y araña mi maltrecha alma. Quien fuere el artífice sabe lo que hace; un cazador experimentado.

Queda poco para llegar, tengo la oscura oquedad a escasos metros cuando el segundo virote me atraviesa el corazón. Mis extremidades ceden y mi negro cuerpo se hunde en el espeso manto de la blanca nieve. No puedo respirar y mi visión se nubla. La muerte llega a mi en forma de un humano de parda indumentaria. Su sombrero de ala ancha eclipsa su rostro mas veo como exhala el aliento dejando nubes de partículas a su alrededor. Escucho el martilleo de su pistola cebada; siento, huelo sus venas, sus arterias y el pausado ritmo de su corazón…

Un cazador formidable, como lo fui yo…

El cazador puede ser presa. La lucha continúa para salvar la vida: matar o morir, no hay otro camino que la supervivencia.
24º relato

El alma humana

— Mi Sargento, creo que por aquí no es…

— Calla Gut, me tienes hasta los…

El grupo llevaba de maniobras más de lo esperado o lo deseado. Decir que era una compañía sería mentir (eran cuatro) por lo contrario eran la escuadra de zapadores número tres encargadas de vigilar la frontera con el reino vecino: Sauslavia. Lugar horrible, rodeada de gente horrible y de sus niños horribles. Todo era mal, o por lo menos eso les habían dicho.

Caminaron por una trocha dentro de una hondonada, que más parecía una trinchera: humedad, insectos y agua hasta las rodillas.

— Mi Sargento, tenemos hambre.

— Y que quieres: ¿Parar aquí para hacer un picnic? Tenemos una misión que cumplir y deja de fumar que nos delatas, coño.

Hubo un ruido que los alertó. Tuts, el sargento, dio el alto levantando imperiosa y cómicamente el puño. Raudos se colocaron a la derecha asomándose cuidadosamente para ver si había movimiento enemigo.

Por la maleza asomó cuatro cascos puntiformes. Allá, a escasos metros había un jabalí, no muy grande, pero entraba dentro de lo comestible. Los estómagos rugieron como León en cueva, si bien parecía que el eco resonaba en toda la profunda senda…

— ¡Ay Sarge, que hay un puerco espinao!

El grupo de zapadores se quedó inmóvil. Pase lo del crujir de tripas e incluso el chasqueó de boca ante jugosa presa, pero lo de «Sarge» era pasarse. Todas las miradas se depositaron sobre Buk, un joven de la zona oeste de Patántur, una población cuyo acento era desesperadamente parecido e irritante a la par.

— Oye, oye, que no he sio yop.

— ¿Yop?

Otra voz resonó en el lugar, esta vez los presentes estaban cien por cien seguros de que no habían sido ninguno de ellos. Se giraron a la izquierda viendo con sorpresa que otro grupo había hecho lo propio en dirección contraria encontrándose tan estupefactos como los recién llegados. Era cuatro, de ancha indumentaria color caqui y cascos ovoides con una pequeña pluma blanca asomando a modo de flequillo al viento. Hubo un tenso silencio mientras que el jabalí/cerdo espinoso, saltaba grácil entre el pequeño precipicio y se puso rebuscar al otro extremo entre el fango en busca de raíces o de algún fruto semi enterrado.

— zafarrancho de combate —gritaron al unísono los Sarge’s mientras que unos u otros intentaban sin éxito colocarles en algún lugar de aquel estrecho pasillo embarrado.

— ¡Sus mato harapientos del Este!

— ¡Tus muelas apestosos del oeste!

Los fusiles se pusieron en posición alrededor de los oficiales si bien apuntar se había complicado con las bayonetas bailando a escasos centímetros de uno u otro oponente acompañado de todo tipo de insultos cada cual más original: cerdos, patán con patas de vieja, animal que no sabe volar y anda mareado ¡Paloma lo será tú!, Etc. Los Sarge’s permanecían inmóviles, cabeza alta, tanto o más que su altivez mas el sudor caía copiosamente por su rostro, no por el enemigo sino por las afilados bayonetas de sus propios hombres que pasaban peligrosamente cerca de su rostro y entre pierna.

— En nombre del reino de Chucapadre: ¡rendíos!

— ¡Te rindes tu batracio de color mustio! —añadió el contrario.

La cosa continuó interminables segundos, pero nadie se percató de que dos fusiles se habían retirado sutilmente de su posición. Todo hubiera terminado mal (o en tablas infinitas) mas un estruendo sonó en el valle acompañado de otro.

— ¡Le di!, tu mala puntería primo.

Los Sarge’s se quedaron de piedra, así como el resto de hombres que dejaron de menear las armas. Ambos se miraron el cuerpo en busca de herida alguna, pero no vieron ni sangre ni el típico boquete que te deja un perdigón de onza y media.

— ¡Jodo, casi le di!, pero bueno por lo menos ha caído.

Los que estaban dentro de la trocha asomaron con cautela en dirección donde venían las voces. Dos soldados, cada uno de un bando, habían dado muerte al jabalí/cerdo espinado mientras que contentos y felices uno ya estaba preparando una hoguera y otro descuartizada la pieza. Volvieron a resonar los ecos del hambre y ahora, fueron el resto de soldados los que abandonaron la posición en pos de sus compañeros que celebraban la fortuna por cazar al animal.

Los dos oficiales no dejaban su posición mas también miraba con ojos golosos y con la boca hecha agua el trofeo. Uno de ellos, el de la pluma blanca que no dejaba de soplarla para que ésta no se le metiera en el rango de visión, habló:

—bueno, creo que tablas hay ahora sí. Creo que sí tablas tú también y eso…

 Amanecer frío, caliente guiso, me pongo como el Kiko y tú también, aunque no más ¿Hecho?

El sargento procesó todo aquello lentamente a la par que envainaba el sable y estrechaba la mano tendida por el sarge de Sauslavia.

La comida fue bien, y un jabalí para ocho es buena comida y mejor siesta. Luego, con las confianzas empezaron a compartir cuentos, relatos de su tierra, dibujos de sus respectivas mujeres y niños, sin desestimar alguna que otra lágrima.

Los Sarge’s permanecían sentados cerca de un gran castaño mientras veían un partido de fútbol tres contra tres, sin saber quién iba uno contra el otro o si había portería alguna… ¡Que importaba!

— Y bien ¿A dónde ibais? — añadió el sargento acercando un pitillo liado a su compañero y, hasta hacía poco, adversario.

— Vamo por ahí, de lao a lao, cuerda a cuerda y nudo. Mucho gastar suela y poco sueldo. Mucho frío en cuerpo y más en alma… Lejos de casa, de familia, de amigos… — bajó la cabeza recordando aquella época donde todo era más simple y no había rivalidad. Donde unos u otros eran una sola nación hasta que alguien decidió trazar una línea en el mapa dividiendo uno u otro lugar con diferentes nombres. La aldea de los dos primos y soldados estaba a escasos metros, pero habían levantado un muro tan alto que tuvieron que colocar las cosechas lejos de este, ya que la sombra, y la vergüenza, hacían que nada creciera en aquellas fértiles tierras. No ganaban nada, no tenían nada, sólo unos pocos conseguían dinero por tal vil acto de separar y de dividir a la gente.

— Bueno, nosotros también estamos así. Te propongo una cosa: nosotros continuamos dirección contraria, volvemos a casa y diremos que no hemos visto nada.

El Sarge de Sauslavia sonrió mostrando una ristra de dientes blancos.

— Trato hecho… hermano.

Dedicado en honor a aquello valientes que hicieron lo que todos deseamos en la tregua de navidad en el año de 1914. Por desgracia creo que el cuento, relato o historia no ha calado a todos aquellos que siguen lucrándose con la muerte ajena.

23º relato

No da la felicidad

Un largo trago evitará que afloren los nervios… mejor dos.

Datchi, estrella mediática de la televisión tenía el programa líder de audiencia los viernes noche. Quedaban apenas cinco minutos para salir en el aire y no la tenía todas consigo. Hacía menos de media hora había firmado su quinto divorcio, el octavo en menos de ocho años, con la consecuente sangría de dinero, reparto de bienes y sobornos para evitar el asunto de los malos tratos; eso sin contar con la trama de prostitución infantil. Suerte que Jeffrey Epstein, cabeza pensante y dueño de la isla donde llevaban a los menores, se había ahorcado en su celda de máxima seguridad preparada contra suicidios; pero, por fortuna para el resto del entramado de entre los que estaba el mismo Donald Trump, Mick Jagger, Naomi Campbell y el mismísimo príncipe Andrés, duque de York, había muerto, como dije, ahorcado en circunstancias más que discutibles: el compañero de celda, personal de confianza y puesto por los funcionarios para evitar estas cuitas, se había ausentado de manera no clara; los guardias de seguridad no detectaron nada anómalo y las cámaras de seguridad…

— Ja, ja, ja —Darchi rio a gusto. Como las cámaras que Jeffrey Epstein fanfarroneaba que les habían grabado a él y al resto de ricos. Éstas no funcionaban o detectaron nada extraño.

Apuró la botella mientras que se preparaba al lado del cilindro metálico. Había que innovar y así lo haría. Su popularidad había caído un par de puntos y eso no podía tolerarlo. Haría lo que fuera por recuperar la fama y el dinero, ¡qué más podía pedir! Saldría disparado como una bala humana aterrizando en una red a pocos metros del público. El ensayo y pruebas las hicieron con profesionales con el mismo peso y altura que Datchi; todo iría a la perfección. Otro trago más y una benzodiacepina de 50 mg bajo de la lengua y ale, a flipar.

—¡Damas y caballeros, con ustedes, el carismático y queridísimo por todos ustedes… Datchi Dawsoooon!

Sintió la euforia de los aplausos cuando el telón se abrió dando paso a las luces que le cegaron. Agitó los brazos saludando a todos aquellos capullos que de nada conocía. Se llevó la mano derecha a la visera al estilo militar antes de bajar la protección lo que provocó la euforia patriótica. Poco a poco se introdujo completamente dentro del cañón agradeciendo que la luz no dañara sus ojos. Desde su posición podía ver parte del público.

— Bueno, allá vamos… — los confetis rosas caían copiosamente en el escenario mas su semblante cambió cuando vio, allá en el fondo, una figura ataviada con una gabardina gris y sombrero de fieltro que sostenía una copa de cristal llena probablemente con champagne. Esto lo supo con una exactitud milimétrica, al igual de lo que creyó leer en los labios de aquel tipo; un ritual que hizo cuando todos se reunían y brindaban antes de darse el banquete con los menores con quien mantenían relaciones sexuales, por no decir directamente violaciones: “hasta el fondo…” – oh, Dios mío…

«Noticia de última hora. Tras el accidente mortal de la estrella televisiva Datchi Dawson se ha decretado un día de luto en su lugar natal. Parece ser que el accidente se debió a un error de cálculo cuando su cuerpo salió despedido de un mecanismo autopropulsado aterrizando en el escenario, convirtiéndose en un amasijo de carne y huesos. Varias personas del público tuvieron que ser atendidas por crisis nerviosas ante semejante espectáculo. La policía cree que el accidente se debió al exceso de impulso, haciendo que Datchi atravesara la red que fue del todo inservible. Los responsables no se explican cómo ha podido pasar y ciertas fuentes apuntan al sabotaje, pero viendo la trayectoria profesional y lo muy querido que era por el público, nadie cree que haya sido un suicidio o un presunto asesinato…»

22º relato

El vil metal

Desapacible para la mayoría de los mortales era aquel día frío y lluvioso de enero. Arriba, en lo alto de la más alta torre de la poderosa Sachs, se reunían todos aquellos que, de una manera u otra, dirigían el destino de los más importantes bancos del mundo…

—¡Que me cago!

El enfermero, que a su vez tenía a su mando a dos subordinados, chasqueó con la boca mostrando su desagrado por la escena que presenciaba desde su mesa de dirección. Sus lacayos, pulcramente vestidos de blanco como dicta la norma, intentaban contener la diarrea del gerente del banco Rothschild al son de la canción «Si yo fuera rico», mientras sufría de terribles e involuntarios temblores en un vano intento de cerrar su esfínter.

— Creo que el tratamiento que le recetó la doctora Michelle no es el más adecuado. Le sugiero que…

— ¡Calla, hijo de puta! Te pago para que me soluciones la vida, ¡no para jodérmela más!

— Sí señor, por supuesto —el enfermero, de nombre Tomas, volvió a sus quehaceres anotando en su agenda electrónica lo sucedido al médico, siempre disponible, y las posibles repercusiones de salud por la diarrea.

Uno de los enfermeros a su cargo, de origen filipino, se apresuró a llevar el contenido de la palangana al retrete junto a los tropezones que poblaban su cara y manos. Las arcadas del joven eran incontrolables.

En otro lugar de aquel edificio había una sala de juntas que estaba lista para el evento que allí se haría: la mesa limpia, recién pulida con cera, con un impresionante mapa del planeta tierra en bajo relieve; la moqueta inmaculada, pasada con el vaporizador a temperatura perfecta para evitar la proliferación de ácaros; la cristalera reluciente, grandes y semi opacas para preservar la intimidad de miradas indiscretas del exterior, pero salvo la visita de alguna que otra ave allí, en aquella altura, no había nadie que pudiera verles; amén de que las reuniones eran secretas, necesarias para la correcta administración de los bienes ajenos.

Todo estaba dispuesto. Los respectivos representantes y sus abogados estaban alojados en cubículos independientes mas podían seguir la sesión a través de un sistema ultra moderno HD 8k con altavoces de tal calidad que podías sentir el zumbido de un mosquito a cientos de metros. El personal de confianza, mayordomos y primeras damas, permanecían de pie a las esquinas de las cuatro facciones o bancos que cortaban el bacalao. Sonó un himno solemne y profundo mientras que, debido a alguna superstición o leyenda atribuida a naciones antiguas, un grupo de vírgenes lanzaban pétalos de rosas blancas delante de la comitiva.

Cuatro arribaron, cuatro seres que no ha mucho eran humanos, transportados en pesadas sillas de seis ruedas cada uno. Sobre el armazón de aluminio, y sobre éste, un comodísimo sofá de las pieles más exquisitas del planeta. Encima de todas aquellas máquinas había unos hombres de terrible y brutal aspecto. Definirlos es ardua tarea, ya que por la cantidad de cables y tubos que de ellos salían y entraban poca descripción de carne se podía ver, todo salvo unos rostros estirados por prótesis de titanio para «realzar» o devolver la belleza a un cuerpo mustio, fofo y viejo. El sonido no era mejor: flatulencias incontrolables acompañadas de un nauseabundo olor que despedían los productos químicos que se alimentaban, almacenados en grandes viales trasparentes de múltiples colores y tamaños. El rastro que dejaban era semejante a las babosas salvo que éstas últimas impregnaba una sustancia más agradable y beneficiosa para la madre tierra.

Los cuatro se colocaron en sus respectivos huecos, horadados en la  mesa para encajar a la perfección en cada lado. Terminada la música se oyó un cúmulo de voces estridentes cuyo origen eran aquellos cuerpos deformes y aplastados. Se podía oír cosas como: mío, tipos de interés, acciones en industrias armamentista, guerra en África, extracción de diamantes, mafia, dinero, golpe de estado, Dios; todo esto aderezado con los efluvios y pedorretas incontrolables. Los abogados, situados en sus respectivos lugares, oyeron la «conversación» en sonido envolvente con los consecuentes arcadas y vómitos de la mayoría.

Aquellos eran los que dirigían el mundo, los que se gastaban buena parte de lo ganado y robado en propaganda y agencias de información justamente para lo contrario: desinformar.

Responsables de colocar a los líderes políticos en sus respectivas sillas, criminales de la humanidad que se afanaban en condenar actos de deleznables o golpes de estado de los que eran responsables. Ese era el mundo: Su Mundo.

Terminada la reunión, volvió a sonar el himno triunfal. Cada uno de ellos, impulsado por el motor eléctrico de su carroza, emprendían el camino de vuelta dejando el lugar perdido de mierda. Ya fuera de la sala comenzaba el auténtico trabajo. Los operarios se afanaban en quitar la cara moqueta que iba directamente a la basura. La mesa con el grabado de la tierra debía pasar por la karcher, pero había ocasiones que le suciedad estaba tan impregnada que debían tirará la mesa y fabricar otra con algún árbol en peligro de extinción.

Lentamente los dueños del buffet de abogados de sus respectivos clientes se reunieron en el medio de la sala. Ellos no vomitaban, ni les desagradable aquel espectáculo. Estaban más que inmunizados y de humanos más bien tenían muy poco. Los cuatro a la vez hablaron y a la vez contestaron:

—¿Todo claro? No vemos en la siguiente reunión.

Sólo esas palabras se oyeron, desapareciendo de escena mientras que un grupo de desinfección, bien pertrechados de EPIS completos y oxígeno independiente, se dispusieron a fumigar todo el lugar.

Parece mentira lo que llenan de mierda el mundo cuatro indeseables.

21º relato

…de un nuevo amanecer

Era un día señalado para Nass. Dicen que el tiempo todo lo cura, pero sólo del punto de vista humano. Para él la espera de había prolongado durante más quinientos años.

El mundo había cambiado. Al nacer, cuando aún era humano, sólo existía un Dios, América no se había descubierto para los europeos y había cosas por lo que luchar y morir. El honor era más estimado que el dinero, al menos para la mayoría que de éste tenía cata. Las mujeres eran devotas de Dios y de su marido mas ahora no necesitaba de ambos para sobrevivir. Puede que su mentalidad actual le hiciera pensar eso porque, aun siendo inmortal, debías morir cada cambio de tiempo para no caer en el pozo de la tristeza. Si un no muerto no se adaptaba al devenir de los tiempos del presente se marchitaba como flor en el cementerio, relegado a un segundo plano como una piedra inerte.

Nass percibió el olor de las flores del prado. La media noche llegó cubierta de una espesa capa de niebla. Percibió el olor de las flores del prado, el sonido del bosque y el ulular del viento. Permanecía en pie y sin moverse, saboreando aquella sensación. Ese mismo sentimiento le había salvado miles de veces de la locura y la desesperación. La luz de la luna menguante no proyectaba sombra en él mientras esperaba el milagro.

En la oscuridad de la noche vio la luz: un poderoso fogonazo que iluminó todo como su fuera de día. Una figura femenina hizo aparición. Vestía con ropas ajustadas parecidas al embalaje de burbujas. Su rostro era blanco al igual que su indumentaria y su cano y largo cabello; lo único que destacaba eran sus ojos negros y profundos que cubrían toda la órbita sin diferenciar iris de esclerótica. Aquel ser habló con la entonación de dos voces, hombre y mujer a la vez, con pausado ritmo y melosa melodía:

— Nicolás Andrés Sierra Soto, cuanto tiempo sin saber de ti. Veo que el tiempo no te ha borrado la memoria.

— La memoria es mi maldición, mi señora —añadió con voz queda—. Me lo recuerda cada vez que duermo de día y deambuló de noche en el lamento de mi soledad. Pido de tu clemencia por los pecados cometidos e imploro el perdón de la madre tierra y a los espíritus guía.

— Eso dependerá de lo que hayas hecho ¿Has probado sangre humana?

— Sólo de aquello que merecían justicia, mi señora

— ¿Has cazado a los criminales que cometieron pecado como… el tuyo?

Nass no contestó de inmediato y no era por dar una respuesta negativa, pero el recuerdo de lo que hizo le llenaba de vergüenza y dolor.

— He cazado y dado muerte, mi señora.

— ¿Has profanado templo alguno o sucumbido a la codicia?

— No, mi señora

— ¿Has compartido destino o vida con algún humano?

— Muchos arrepentidos han viajado y todos han perecido, llegado su penitencia al fin… Han fallecido al igual que vos, mi señora y esposa. Nunca olvidaré cuando cegado por los celos, la ira y el vino, derramé la sangre que tanto amé. Sólo pienso en ello, cada noche que me levanto cómo alma en pena, me alimento de la sangre de alimañas que recorren los bosques. Pero sí es cierto que nunca hice daño en estos años, cómo bien prometí en tu tumba, la cual visitó cada noche, vigilo, limpio y cuido.

—Pues entonces… Creo que ya llegó el fin.

—¿Me perdonas? — un vampiro no derrama lágrimas de sal, sino sangre fría y doliente. No es común ser testigo del perdón a un renegado, pero la misericordia de aquella mujer pudo más que la muerte. Ella tendió su mano y juntos se fueron rumbo al otro lado mientras que el amanecer arribó y devoró el cuerpo corrupto de aquel desdichado esparciendo sus cenizas, como un sueño del cual nunca más volverá a despertar.

20º relato

Nos regala la esperanza

En algún lugar de esta galaxia… en la actualidad…

Una gran sombra arribó al lugar de reunión. Cada año, por esas fechas, se congregaban seres de todos los rincones de la galaxia. Objetivo: la tierra. Era algo que no podían evitar, ya que la llamada era fuerte. Sin embargo, desde hacía años la señal se había visto entorpecida…

Krampus se afiló los cuernos en la piedra de amolar giratoria de Grýla y Leppalúði: los trolls islandeses. El gato Jólakötturinn estaba a su lado, mirando con cara de pocos amigos, encrespado y huraño, como debía ser. Los Yule Lads, los hijos de los trolls, danzaban alrededor del fuego correteando de un lado para el otro gastándose bromas.

Al otro lado del campamento había una gran carpa de colores vivos vigilado por un gran sequito de pajes y sirvientes, y dentro de ella, tres reyes que charlaban animosamente. Se habían descalzado arrimando los pinreles a las ascuas que aún conservaban su calor. Uno de ellos, por apariencia el más mayor, bebió un sorbo de vino y dijo:

— Bueno, otro año más que volvemos… francamente hermanos, creo que los jóvenes comienzan a perder la ilusión en estas fechas señaladas.

— Es normal, con tanto móvil se quedan lerdos antes —apuntó Baltasar. Su piel de ébano reflejaba el cansancio y la ansiedad del momento. No en vano preparar tanta logística es una titánica labor.

— Lo que más me preocupa no es eso… me refiero a los que antes fueron niños y ahora no sienten aquella emoción ¡incluso hay quien afirma que no existimos!, ¡os lo podéis creer! —Gaspar se movió incomodo en el asiento. No era fácil decir eso ya que, como había apuntado anteriormente, la señal de la tierra era cada vez más débil, y eso quería decir que los pequeños y su arma más importante: la imaginación, había menguado con el paso de los años.

— Antes se ponían contentos con un par de zapatos nuevos, pero ahora quieren más y más. No se contentan con nada ni son felices con lo que tienen…. Hermanos, no voy a negar mi preocupación por el devenir de estas fechas.

— ¡Jou, jou, jou! —Un rayo de luz surcó los cielos. En el iba un extraño personaje de barba blanca y gran panzón que aterrizó su trineo muy cerca donde estaban los reyes. Se apeó del vehículo y avanzó con paso decidido hacia los tres.

— Bueno, bueno, bueno… mis queridísimos amigos. Cuanto tiempo sin veros. ¿Qué tal los preparativos?, ¿algún contratiempo de última hora?

— Por ahora todo bien, sólo que un poco preocupados —Añadió Melchor cabizbajo.

— No pasa nada, alegría, ¡Jou, jou, jou! No es de extrañar que a los más viejos les pueda un poco la edad.

— ¿Viejos?, ¡habló el joven! —Baltasar parecía ofendido por la afirmación de «viejo» y aunque era verdad que eran de los más veteranos no era menester sacarlo a relucir.

— ¡Jou, jou, jou! —Además los tiempos cambian, hay que modernizarse…

— Pues empieza a dar ejemplo: ¿no te prohibieron decir esos de «Jou, jou, jou» por asustar a los niños en los centros comerciales?

— Bueno, yo…

— Además, nosotros vivimos por la ilusión e imaginación de los niños. A ti te sacaron de un anuncio de Coca—Cola.

— Oye, oye, que a mí también me ven los niños. La ilusión también es mi fuente de vida y… ahora que lo decís: ¿no habéis notado que ya no hay tanta señal como antes? —Noel se disponía a sentarse sobre un gran tronco que había justo al lado de las ascuas cuando una voz le llamó con urgencia.

— ¡Ey!, no te sientes encima mío, ¡copón! —Noel vio con asombro que aquel trozo de árbol tenía ojos y boca. ¡Hasta un sombrero rojo que caía ligeramente a un lado!

— Vaya, perdona tió, no te había visto.

— Yo también lo noto, ya no hay tantos que se dedican a darme palos para que… bueno “cague” regalos…. La verdad es que me asusta un poco.

— Por lo menos tienes un camino dedicado en Barcelona —aportó Gaspar intentando animar a su amigo.

— Sí, bueno, está en la montaña de Montjuic, pero vosotros también sois muy conocidos e igualmente estáis cayendo en fama.

— Peor soy yo —en la escena entró un nuevo miembro. Era un gigante de sonrisa bonachona y un barrigón que nada tenía que envidiar a Noel. Todos se pusieron de pie: Él era el más veterano de todos. Se llamaba, o le llamaban, Olentzero e iba vestido con atuendo de pueblo. La tradición decía que fue el único superviviente de la generación de gigantes vascos que celebraban el solsticio de invierno, aunque, en honor a la verdad, no había sido exactamente así—. Hace mucho que rondo por el mundo y cada vez son menos los que creen en nosotros. Yo prácticamente soy desconocido en la península Ibérica a excepción de Navarra y alrededores… es un triste fin el nuestro. Sembramos ilusión, pero ¿por qué no da frutos?

— Bueno, yo lo que es ilusión… – Krampus se unió a la conversación. Tenía un látigo con quien azotaba a los niños que se habían portado mal. En su caso era normal que no le quisieran tanto, por el contrario, era temido y ese tipo de seres también se nutrían de ese sentimiento, pero los jóvenes cada vez tenían menos miedo de las criaturas de la noche.

Lentamente se sumaron todos los seres que de alguna manera u otra arribaban por fechas señaladas a la tierra. No se podía decir que estaban muy contentos. El campamento había conocido tiempos mejores y en los tablones de las viejas glorias había seres ya olvidados que plasmaron su firma y mensajes para posteriores criaturas que continuaran las tradiciones cuando ellos ya no estuvieran; no sólo por Navidad, sino solsticios, fiestas de la cosecha y un largo etc.

— Si dejan de creer en nosotros, nosotros no servimos de nada… es un fin, pero no un principio. La muerte de toda buena novela o guion —aportó Olentzero poniéndose en pie. Recogió el gran fardo de carbón y se lo echó al hombro.

— Pero ¿tú eres el fin y el inicio! Cuando te queman vuelves a renacer, como la esperanza. Muere lo viejo y nace lo bueno —añadió Melchor —. Tal vez, queridos amigos, deberíamos hacer lo mismo. ¡Renovarnos! ¿Qué os parece debatirlo de cara al próximo año?

— Me parece bien —aportó Noel—, pero ahora tenemos un deber y aunque sean menos los que nos esperan tenemos una deuda con quien sí están esperándonos.

— Pues en marcha —contestó Gaspar—. Espero que en el pueblo de Moriles nos pongan un poco de ese buen vino. Ayuda a continuar por la larga noche…

Y así marcharon aquellos seres de un lugar lejano y a la vez tan cercano como lo dicta nuestra imaginación. Es indiferente que creamos o no, pero las criaturas del otro lado siempre vienen en las fechas señaladas, llamémoslo Navidad, solsticio de invierno, Samhain o cualquier celebración dentro de este basto universo.

Independientemente de creer o no, las criaturas de fantasía se reúnen para esa fecha especial. Quien sabe... tal vez veas una en breve.
19º relato

El destino

—Jefe, ya hemos llegado. ¿Ha venido a ver algún pariente…? Hace años que no vive ningún piel roja por aquí.

Enola miró de reojo al chófer de aquella ranchera llena de bombonas de gas. Era delgado, bastante más destartalado que el indio; pelo rubio corto y ojos azul cielo, con una gorra roja de alguna importante marca de bebidas dulces. Era justo lo contrario de él, física y puede que psicológicamente también; puede que lo de piel roja estuviera fuera de lugar, pero tampoco creía que lo hacía de manera despectiva, sólo una mala costumbre.

 —¿Está usted seguro que quiere quedarse aquí?

— Sí, no se preocupe y gracias.

Vio como el vehículo continuó ruta por la vieja y polvorienta carretera rumbo Este. Oscurecía en el horizonte augurando que pronto caería sobre él la oscuridad, pero aquel «rostro pálido» tenía razón: no había nada ni nadie a kilómetros a la redonda; no obstante, el instinto le decía que debía continuar rumbo a la gran montaña roja que ya era visible desde allí.

Pasados unos minutos comenzó a sentir desazón y la premonición de que alguien le seguía. Recordó la canción que le enseñó el viejo de la reserva que hizo de padre y madre del pequeño Enola cuando se quedó huérfano. Aquel anciano no tenía nombre, pero todos le llamaba Wakanda y fue un chamán bueno y respetado. La canción era un conjuro para alejar a las antiguas sombras: los Señores de la Noche, tan antiguos como los indios y posteriormente los españoles que allí estuvieron. Algunos afirman que eran las almas de ambos que vagaban de un lado al otro, impuesto algún tipo de promesa por cumplir.

Lentamente comenzó a tararear hasta que las palabras comenzaron a brotar. A ambos lados se dibujaban sombras alargadas que se aproximaban, pero parecían temer los versos de protección, si bien no los recordaba del todo y en alguna ocasión tuvo que volver a empezar el conjuro. En esos momentos las sombras se alargaban hasta él con intención de tocarle, sintiendo el gélido tacto incorpóreo de los que están al otro lado. Pero Enola sabía que el miedo no debe traspasar la barrera del alma, ya que si permites que entre nunca más se volverá a ir; pudriendo todo aquello que toca.

Un leve resplandor estalló a escasos metros entre él y las negras figuras. Las sombras se alargaron por la luz, pero fue un leve instante antes de desaparecer. Allí, justo en frente, estaba el zorro blanco, el mismo que fue en su búsqueda en la lejana ciudad de Philadelphia. El animal le observó con curiosidad, con una cómica mueca en sus blancos labios.

— Llegaste, pensaba que no vendrías.

— Ha sido un viaje largo y complicado. No tengo dinero para comer, menos aún para un transporte.

— Nada, nada, no te quejes tanto. Los tuyos podían ir de un lado para el otro sin necesitar de dinero ni vehículos. Si ahora no puedes es porque has olvidado quién eres.

Enola se dispuso a replicar, pero guardó silencio. En cierta forma tenía razón, pero no sólo era problema de los suyos. Hoy en día pocos eran los que podían sobrevivir en plena naturaleza. De tantas comodidades habían olvidado todo lo que sabían o habían heredado, donde se cazaba para comer o eras una presa en el menú de la vida.

El zorro prosiguió camino a la montaña dando pequeños y gráciles saltos, desapareciendo y reapareciendo a varios metros frente Enola. Éste se colocó el sombrero y le siguió tan de cerca cómo pudo.

El ascenso fue agotador; Enola no estaba en forma. Se había acostumbrado a la vida de ciudad y aunque tenía buen fondo por caminar de un lado al otro, no era rival para las empinadas cuestas de la montaña roja ni para los mágicos poderes del astuto albino.

Arribaron a una pequeña senda que conducía a una grieta natural. El zorro se introdujo en ella sin prisa seguido de cerca por el viajero que resoplaba de cansancio agradeciendo una vía más horizontal.

Dentro había una cálida luz que emanaba de una pequeña hoguera. El zorro se aproximó a ella y ante la atónita mirada de Enola ocurrió la metamorfosis. La transformación fue sutil, casi imperceptible. Del animal surgió una figura humanoide y como abrigo el mismo pelaje blanco que apresuró para cubrir el desnudo cuerpo del anciano. Éste, sentándose cerca del fuego y dirigiéndose al recién llegado dijo:

— Se bienvenido Enola, tu aprendizaje comenzó desde el primer momento en que nos vimos.

Continuamos con el viaje del indio Enola. La llamada debe ser contestada y su maestro está a punto de revelarle el secreto.
18º relato

Inmediato

— Lo quiero para ayer, lo oye: ¡Para ayer!
—«Para ayer te voy a enviar de una guasca»—pensó Gutiérrez mientras recogía el informe de manos de su jefe—. Por supuesto, Sr Pérez, por supuesto….
Era una mañana de lunes de finales de diciembre. Todo tenía que ser así: de inmediato. Se cerraba el año y eso era sinónimo del fin del mundo. Los proveedores y clientes lo querían todo cerrado, los jefes presionaban más de la cuenta, o por lo menos así lo era en su curro: Antares proyect. Empresa española ubicada en Madrid, pero con el nombre en inglés, que quedaba mejor.
Por fortuna Gutiérrez era perro viejo en el sector. No es que fuera muy mayor, apenas cuarenta y cinco años, pero de joven dejó de rascarse los huevos y se puso a currar mientras que otros estaban en «la ruta del bacalao».
Siempre hay alguien que se queja de que «todo está muy mal» y aunque no era del todo falsa esta afirmación, también había peña que se pasaba de listo. Amigos suyos trabajaban un año o dos como mucho y después pillaban la baja o se despedían de forma más o menos pactada para irse de vacaciones con lo ganado: pero tío —le decían—, no quemas el paro; estás perdiendo dinero, tío; pero tío, que nos vamos de vacas con lo ganado y tu currando…. Y una larga retahíla de venga dale perico al torno. Era curioso que los mismos que tras quemar todo el dinero y follarse todo lo que tenía patas (y no en este orden) eran los mismo que le criticaban con eso de: joder tío que suerte tienes, siempre con un curro y con pasta en el bolsillo, con una hipoteca y coche. La puta madre que los re-mil parió.
— Mensi— la sensual y tímida voz le sacó de aquellas cavilaciones. Caina era una joven compañera del departamento de finanzas. Estaba colgada por Gutiérrez y sí, Mensi era el nombre de nuestro currante.
—Hola Caina, ¿irás a la cena de empresa? —inquirió temiendo que por un lado no fuera y por otro que se perdiera el espectáculo.
— ¿Tú irías? yo no sé si ir, pero si vas tú…
— Por supuesto, lo pasaremos bien…, pero tengo que pedirte un favor.
— ¿Qué favor? — Sentía que el corazón se le salía del pecho. Eludía los ojos azules de Mensi. Sentía que se quedaba sin aire y la cara ardía de vergüenza mas tampoco podía apartar la vista de él: ¡vaya ojazos!
—Te lo diré en la cena, ¿nos vemos allí?
— Sí… ¡sí, sí! Allí nos vemos.
La noche era ideal, no llovía y hacía el típico frío de noche de invierno. Mensi Gutiérrez tenía todo lo que debía llevar para la velada. Era escrupuloso en su vida diaria y hoy no haría una excepción. El resto de compañeros llegaban al bar del restaurante; él por su parte ya llevaba rato en la barra con una cerveza estrella Damm, la segunda en toda la velada. Miraba alrededor y saludaba a quien le caía bien (sobre todo a otros departamentos) con la cabeza o con un leve movimiento de mano aderezada con una sonrisa, pero nada más. Otros se abrazaban cariñosa y efusivamente, dando fuertes palmadas en la espalda. Mensi miraba de vez en cuando para comprobar que los puñales seguían bien clavados en los respectivos anfitriones. Le gustaban las cenas de empresa, pero no así a sus comensales. Si es cierto que había departamentos mejores que otros, pero el suyo estaba lleno de hijos de puta psicópatas, y no era una afirmación al uso: eran Psicópatas de libro. Gente sin escrúpulos que no dudaban en verter el veneno apropiado en los odios más avispados o, en su defecto, en los más proclives a contar mentiras. Los parásitos saben bien donde moverse y en un espacio cerrado era fácil alimentar la carroña con envidias y buena dosis de mentiras, siempre y cuando el beneficio fuera un ascenso o simplemente no ser despedido por incompetente. ¡Cuán unido estaba lo uno de lo otro!
«En medio de la mierda crecen las mejores flores», como solía decir su abuela que en paz descanse. Mujer buena, currante de casa y de campo cuando era menester; con una gran sonrisa en su rostro arrugado castigado por el hambre, pero siempre estaba contenta y feliz, y tenía buenos consejos y chascarrillos de los cuales sacabas buena lección: «Toda la vida estarás a esta quiero y a esta no quiero, y directo irás a parar de pies en un cenaguero», como le solía recitar a su hijo, el padre de Mensi; un galán que le gustaba demasiado las faldas y que acabó como vaticinó su madre: en un cenaguero de deudas, divorcios y ruina.
Mensi vio aparecer a una bella flor entre tanta mugre. Caina aguardaba de pie junto a la puerta. Estaba preciosa con un vestido rojo, largo y abierto por un lado donde asomaba una pierna firme: «Le femme fatale» con cara de ángel y tímida sonrisa. Su cabello castaño y ondulado caía en tirabuzones sobre sus hombros, seguro que se tiró toda la tarde en la peluquería. A los buitres les gusta la carne y aunque comen carroña no desperdician un buen cordero. Los babosos y babosas se le acercaban; ellos más distantes y descarados, ellas sin tanto remilgo de tocar piernas o culo: ¡Qué bien te queda este vestido querido!, ¡qué guapa estás!, ¡después salimos todas de fiesta ¿verdad? Por su parte Caina miraba a Mensi con ansiedad ya que no podía llegar hasta él, tal vez por protocolo o por no quedar mal por el resto y dejarlos colgados, aunque bien sabe Dios que así lo deseaba. Él por su parte sonrió. Moviendo los labios y describiendo en círculos con el dedo índice dijo: “luego en la mesa hablamos”. Para ganar a los buitres hay que ser astuto como el zorro y así lo hizo, deslizándose en las mesas, y cambiando las etiquetas de sitio, se las arregló para que Caina se sentara a su lado, muy cerca de la barra.
Todos arribaron y comenzaron a pedir, a hablar e insinuar cotilleos de uno u otro compañero que no había venido: «si quieres ser el foco de atención de una reunión de amigos no vayas o se el primero en abandonarla» como hubiera dicho su abuela. Nadie se extrañó de que Caina estuviera en una mesa diferente de su departamento, o por lo menos no se dieron cuenta de inmediato. Mensi se había arreglado para la ocasión con una chaqueta negra de cuero, camisa blanca y unos pantalones tejanos con botines bien engrasados. A la muchacha le extrañó ver un portapapeles en su regazo, pero no le preguntó, le bastaba con sentir la presencia de aquel hombre a su lado y él así se los dio a entender cuando la cogió de la mano. Ella respiró hondo intentando templar los nervios mas fue en ese momento cuando notó el objeto que Mensi le pasaba, nunca mejor dicho, “bajo mano”. Lo recogió y leyó: “no bebas el cava”.
Un mensaje algo críptico que no entendía, pero que tampoco le pareció tan extraño, de hecho, ella era deportista y no bebía alcohol ni tomaba droga, pero en cambio Mensi sí que bebía. Éste se puso de pie excusándose de ir al lavabo y al rato vino con la chaqueta en el brazo y con una gran sonrisa de lado a lado. El camarero llegó con la bebida espirituosa ya vertida en las respectivas copas que repartió con presteza entre los presentes. Mensi se acercó a Caina y con voz queda dijo:
—Recuerda lo que has leído.
No sabía qué pretendía con aquello, pero no tardó en averiguarlo. Al primer sorbo, tras el brindis y buenas palabras del jefe de Gutiérrez, todo volvió a la normalidad en la fiesta, pero pronto comenzó la indisposición de los comensales, de todos menos Mensi y Caina. Ella no podía dar crédito a lo que veía. La gente salía en estampida al servicio entre quejidos de dolor, con la mano en el vientre o en el honorable trasero, en un intento en vano de poder llegar antes de evacuar. Muchos lo intentaron y muchos no lo consiguieron, dejando un rastro de humanidad por pasillos, sillas y mesas. Una estampida de heces adornaba las paredes del respetable establecimiento ante la atónita mirada de camareros, propios y extraños. Mensi sonrió, se puso en pie y se aproximó al Sr. Pérez, su jefe, que tendido en el suelo se retorcía aquejado de aquel extraño mal.
—Jefe —dijo Mensi extrayendo unos documentos del portapapeles—, aquí está el informe y… otra cosa —dijo mientras lo deposita suavemente en la única silla libre de accidentes—: Me despido. Que tenga unas buenas fiestas.
El sonido de ambulancias no tardó en llegar seguido del alboroto de las demás mesas de otros departamentos que asistían al espectáculo, incluida con grabación «pa el insta». Mensi tendió amablemente la mano de Caina diciendo:
—Tengo una reserva en otro restaurante, creo que este está demasiado concurrido. Mucha prisa por terminar… de inmediato.

Una entrañable velada con los respectivos compañeros de trabajo y un final digno de las mejores comedias. Ya se sabe: Cuidado con lo que deseas.